¿Y si Jesús hubiera sido un "tipo bajito y feo"? Un ensayo sobre la invención de la herejía
- La historiadora Catherine Nixey expone en su nueva obra los muchos relatos que pugnaron por la hegemonía en los comienzos de la fe cristiana.
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Algunos historiadores han descrito la religión romana como un enorme mercado: un lugar lleno de productos a los que recurrir según las necesidades. Los dioses eran diversos, cada uno con su nicho y su especialidad, y supervisaban cualquier actividad humana. Un escandalizado san Agustín describió cómo la alcoba, incluso, tenía sus divinidades.
La diosa Virginense, relató el de Hipona en La ciudad de Dios, ayudaba a soltar el cinturón de la doncella. Más tarde, el dios Súbigo socorría al varón para que la sujetase y, por último, la diosa Prema se ocupaba de que, sometida la esposa, “el hombre la apretujase y no se moviese”.
Abundaban también los profetas y taumaturgos, cuyas historias, a veces silenciadas o prohibidas, han ido apareciendo a lo largo de los siglos. Así sabemos, por ejemplo, que hace unos dos mil años, en un rincón oriental del Imperio, una criatura divina se apareció a una embarazada. La mujer no se asustó. Tampoco le sorprendió que el ser celestial le anunciase que estaba encinta de un dios. Cuando el niño nació, un rayo atravesó el cielo. Ese niño, de adulto, empezó a llevar una vida errante, recorriendo los campos y predicando para un creciente número de seguidores.
Se escribió de él que resucitaba a los muertos y que, más tarde, acusado de creerse una divinidad, fue juzgado por un tribunal romano al que, para desesperación de sus discípulos, se sometió sin resistencia. Esta historia, la de Apolonio de Tiana, solo se aparta de la de Jesús en el trance definitivo: cuando lo van a ejecutar, Apolonio se esfuma “de forma sobrenatural y no fácil de contar”.
Apolonio es uno de los muchos “Jesuses” que aparecen en Herejía, de Catherine Nixey (1980). El libro es la historia de cómo los numerosos cristianismos primitivos terminaron -por la fuerza- convergiendo en uno solo. Una idea que triunfó, dice la ensayista, gracias a la invención de un crimen: la herejía.
En griego, el término haíresis -herejía- nunca tuvo connotaciones negativas, recuerda Nixey. Antes de despertar en nosotros asociaciones funestas -torturas, brujas, hogueras-, solo significaba “elección”, “opción”, y era algo loable: “la decisión legítima de adoptar una determinada manera de pensar mediante el uso de la razón”.
Todo lo que hoy nos parece incontestable en el cristianismo occidental pudo haber sido, dice la autora, de otro modo: hasta la apariencia de Jesús se escogió en un catálogo. Al Jesús de los primeros siglos se le ha apodado el “Cristo camaleón”. “A veces aparece como un anciano con barba, y otras como un joven imberbe; algunas imágenes nos lo muestran con el pecho desnudo y con una actitud tan de macho como un dios griego, y otras veces es representado de forma más ambigua desde el punto de vista sexual, con las mejillas suaves, el cabello largo y (posiblemente) pechos bien visibles”.
Dixey intenta deshacer lo que considera un malentendido causado por el sesgo de la historiografía occidental
Nixey, cuyo ensayo es sobre todo una arqueología de textos antiguos, ha encontrado relatos en los que Jesús es un “tipo bajito y feo”, o un gigante de “96 millas de alto por 24 de ancho”. El ensayo incluye imágenes de Jesús representado con una varita mágica. Pues así, como un simple mago, lo veían sus críticos, sobre todo de la época clásica. Porfirio calificaba los Evangelios de “mero disparate” y Celso de “puras tonterías”.
“Un siglo después de la muerte de Jesús, los autores cristianos empezaron a arremeter contra la elección, esto es, contra la herejía”, escribe la autora. Cuando Plinio el Joven, Celso o Porfirio atacaban la religión cristiana, el borrado de cualquier herejía ya estaba en marcha. Se destruyeron textos (como un libro que comparaba las biografías de Apolonio y de Jesús) y, cuando los emperadores cristianos tomaron el poder en Roma, se aceleró la imposición de la idea.
Se utilizaron las eficaces calzadas romanas y los buques mercantes del Imperio para unificar el mensaje por medio mundo. El Código Teodosiano explicitó la persecución de los “funestos misterios”, de la “locura” y de la “infección” de los herejes.
No hay un solo rasgo de la expansión cristiana que Nixey no vea de forma crítica. La ensayista se suma a la larga lista de autores que intentan deshacer lo que consideran un malentendido histórico, causado por el sesgo de la historiografía occidental al tratar los orígenes de su religión mayoritaria. “Hoy son los romanos los que se han hecho famosos como infames perseguidores, mientras que los cristianos son conocidos como los perseguidos.
Pero, a pesar de la infamia que los acompañaría después, los ataques de los romanos contra los cristianos fueron tardíos, esporádicos y francamente ineficaces”, señala. En dos paseos imaginarios por Roma, uno durante la era precristiana y otro cien años después de Constantino, Nixey describe con esclarecedor detalle cómo la ciudad se transformó mediante la persecución de la herejía, con templos paganos cerrados y desprovistos de ornamentos.
El triunfo del cristianismo occidental, por último, dejó flecos fascinantes que sobrevivieron -algunos aún sobreviven- durante siglos. Nixey habla de los cristianos de Santo Tomás, de los mandeístas o de los maniqueístas, entre algunos otros, credos que escaparon al control de Roma, muy distintos, pero con un elemento común: todos se han creído o se creen en posesión de la Verdad.