Novela

El amante de mi madre

URS WIDMER

5 diciembre, 2001 01:00

Traducción de Carlos Fortea. Siruela. Madrid, 2001. 106 páginas, 1.950 pesetas

La división de la literatura en géneros no ha favorecido a la novela breve. Ignorada por las preceptivas tradicionales, ha sido clasificada en el mismo apartado que los grandes ciclos narrativos, ignorando la peculiaridad de sus rasgos formales. La literatura centroeuropea ha dado algunas de las mejores piezas de este género (Walser, Roth, Kafka). El amante de mi madre pertenece a esta tradición. Con muy pocos elementos, enhebra un relato que refiere el desdichado amor de Clara, hija de un empresario arruinado, hacia Edwin, un joven director de orquesta.

Clara y Edwin se hacen amantes, pero él la abandona para casarse con otra mujer, lo que no impedirá que siga enviándole por su cumpleaños una orquídea acompañada de una tarjeta escrita con tinta violeta. Este rito, que durará 32 años, mantendrá viva la esperanza de Clara, que amará a Edwin hasta el final, cuando ya octogenaria decida suicidarse. Su hijo, que relata los hechos, busca a Edwin para averiguar lo que sentía hacia su madre.

Es imposible no recordar Carta a una desconocida, de Stefan Zweig, que también relata los estragos de un amor callado y sin esperanza, pero la prosa de Widmer está más cerca de Hürváth o Canetti. Widmer emplea una sintaxis depurada. No hay en ella adjetivos innecesarios ni alardes de estilo. Esta forma de proceder imprime a la narración la exactitud de un mecanismo perfectamente ajustado. Todo parece ne- cesario y esencial. Lejos de ser una novela unidimensional, El amante... no se agota en la recreación de un amor infortunado. La pasión de Clara no es menos intensa que la ambición artística de Edwin. Al igual que Schopenhauer o Nietzsche, Edwin opina que la música expresa la esencia del mundo. Es un lenguaje que se fractura para llegar hasta el corazón de las cosas. ésa es la causa de que apueste por el dodecafonismo y la música atonal, que se afanan en ir más allá de las formas tradicionales. Las obras de Beck o Schoenberg prolongan el esfuerzo creativo de los últimos cuartetos de Beethoven o de los lieder de Mahler. Así como en las sonatas para piano de Schubert se intuye la inminencia de la muerte, Edwin persigue lo sublime, sabiendo que "está horriblemente prohibido." A semejanza de Thomas Mann, Widmer entiende que el arte es una forma de conocimiento que impone una terrible servidumbre. Sólo que el personaje sobre el que recae el peso de esta tarea no es un viejo compositor que descubre en Venecia la espontaneidad de la belleza, sino una hiperestésica muchacha que vive una pasión inútil con la unción de un sacerdocio.

El amante de mi madre también puede leerse como una fábula política. Sus límites temporales coinciden con los de ese siglo corto que, según Hobsbawm, comienza con la guerra del 14 y muere con la caída del muro de Berlín.

Nos encontramos, en definitiva, ante una obra esencial, que en unas pocas páginas logra fundir la reflexión estética, política y antropológica, mostrando las insuficiencias de la condición humana para trascender su experiencia y acceder al otro.