Austerlitz
W. G. Sebald
23 enero, 2003 01:00W. G. Sebald
Sebald pertenece a la gran tradición de las letras centroeuropeas. En sus libros se advierte esa respiración tan característica de autores como Thomas Mann, Kafka o Musil.Es el aliento narrativo de los grandes creadores, cuya concepción del hecho literario desborda el mero relato. La proximidad a la cultura anglosajona no impidió que Sebald imprimiera a su escritura ese estilo caudaloso e introspectivo, cuya inten- sidad actúa sobre la experiencia como un poderoso aglutinante, capaz de fundir memoria y reflexión, objetivación de lo íntimo y prospección de lo ajeno. En este caso, el proceso se articula sobre una dramática anámnesis. Jacques Austerlitz no descubre su verdadera identidad hasta la muerte de sus padres adoptivos. Pasará su infancia en Gales, acogido por el pastor de una pequeña parroquia. Hijo de un matrimonio judío, regresará a su Praga natal para averiguar la forma en que murieron sus verdaderos padres durante la ocupación alemana.
Austerlitz reconstruirá su peripecia a través de un narrador que nos refiere sus encuentros sucesivos con él. Narrará sus esfuerzos por rescatar sus orígenes. Las estaciones de tren que salpican el relato sugieren la condición itinerante de los personajes. La afición de Austerlitz a la arquitectura no es casual. Su interés por las estructuras arquitectónicas nace de la necesidad de percibir un orden en medio del caos.
Sebald no muestra ninguna complacencia hacia el comportamiento de sus compatriotas. El fervor popular que acompaña a Hitler durante sus años en el poder produce en él esa sensación de extrañeza, incompatible con esa paz interior de los que se identifican con un paisaje y una tradición. Austerlitz y el narrador transitan por Europa como dos extraños. Ajenos a todo, sólo se encuentran cómodos en esas estaciones donde todo el mundo está de paso. Estar de paso es acaso la única opción moral en un continente cuyo pasado está contaminado por el rigor exterminador. Esa pulcritud del paisaje alemán no es ajena a la minuciosidad con que se materializó el asesinato de los judíos europeos. Por eso no puede haber otra patria que esa mochila que acompaña a Austerlitz en su existencia itinerante. La paz obtenida en la casa de campo de Oxford no será más que un paréntesis que le aproximará a los misterios de la botánica y la entomología. La vida de los insectos le proporcionará una valiosa metáfora. Su vida no es muy distinta de la de esas polillas que mueren de miedo y dolor cuando se extravían.
Los recuerdos perdidos empezarán a recobrar su nitidez en Praga, cuando el relato de una antigua amiga de la familia revele el destino de los padres. Recluida en Terezín y Theresienstadt, ágata sucumbirá bajo "el modelo de un mundo aprovechado por la razón y regulado hasta el más mínimo detalle". Austerlitz conseguirá una copia de la película rodada por los alemanes durante la visita y sólo al pasar sus imágenes a cámara lenta descubrirá el espanto callado que no pudieron borrar las autoridades alemanas. Entre los prisioneros y los que los contemplan desde fuera, hay esa misma brecha de incomprensión que separa a los animales de un zoológico y sus visitantes. La muerte de Sebald nos ha privado de una de las voces más poderosas de las letras centroeuropeas. Se nos ha ido uno de los últimos clásicos vivos.