Viajes con mi padre
Luisa Castro
13 febrero, 2003 01:00Luisa Castro. Foto: Esteban Cobo
La cualidad de sentir intensamente distingue a algunos autores, frente a otros mejor dotados para percibir el mundo en su dimensión exterior. No es superior lo uno que lo otro, sino que producen resultados literarios muy distintos. En general, las letras españolas tienden más a la constatación de lo externo, nuestros escritores evitan el reflejo de su intimidad en la obra y, en consecuencia, la literatura castellana tiende a una cierta sequedad emocional.Le falta, como ya le echaba en cara hace un siglo largo Clarín, algo de poesía, en el sentido más corriente de esta palabra. De tarde en tarde sale, sin embargo, un autor que siente con hondura y aporta los efectos de una emoción verdadera. Que no tiene que ver ni con el reblandecimiento, ni con vaguedades pseudolíricas, sino con la confesión directa de unas vivencias intensas, comunes, pero potenciadas por la peculiar sensibilidad propia de un artista. En este territorio se asienta la prosa de Luisa Castro, las novelas El somier, La fiebre amarilla y El secreto de la lejía, y, supongo, por su título, que también otro texto narrativo que desconozco, Diario de los años apresurados. Al mismo ámbito vuelve en Viajes con mi padre, su nuevo y espléndido libro, inclasificable, porque aunque la cubierta lo califique de novela, no lo es.
Se trata de un emocionante relato confesional que cuenta pocas cosas y dice mucho, que rastrea con detallismo y buenas dotes de obser- vación (porque también tiene una vertiente costumbrista y documental de época) la autobiografía de la autora para despegar desde ese plinto hasta una historia intensa, lúcida, sensible, dolorida y entrañable (todo ello bien dosificado) del doloroso proceso de maduración vital.
Los viajes son menos de los que indica el título. Mejor sería el singular para así centrarse en el único largo e importante que se cuenta, el que hace la protagonista del libro, también su narradora y autora, acompañada por su padre desde Galicia hasta La Mancha para recoger un premio. Lo otro son pequeños desplazamientos, y no siempre con el progenitor, a lugares cercanos pero de alto valor simbólico. El verdadero viaje del libro es interior, y desmenuza el proceso de descubrimiento del mundo a través de varias lentes: sensaciones, percepciones de lo misterioso, constatación de la realidad social y económica de una zona marinera gallega, y conocimiento de las personas, sobre todo la familia, padre, madre y hermana de la narradora. Pasar pasar no pasan muchas cosas relevantes, aunque tampoco carezcan de atractivo las abundantes anécdotas referidas. Pero todo lo que se dice tiene un interés humano superlativo. Los padres son figuras originales y de gran atractivo. No tanto por sí mismas, y aunque posean rasgos de buena invención literaria, como por la destreza de Castro al recrearlas. Y la protagonista irradia un magnetismo irresistible, en su desvalimiento y perplejidad y esperanza y hasta terquedad. Y ello también por el modo de plasmar su retrato; con reflexión sin pedantería (¡qué magnífico pasaje meditativo traza sobre el dolor!), ternura sin ternurismo, dolor sin alharacas, y candor sin bobería.
En fin, en Viajes con mi padre, la vida, explicada con sinceridad y limpia de todo exhibicionismo, brota por medio de una lengua sencilla y cuidada, de un estilo preciso que tiene la virtud de pasar desapercibido de lo bien medido que está. Tierna y cruda, esta sencilla historia autobiográfica se trasforma en conmovedor relato de aprendizaje de la vida.