Trad. Ana Belén Cotas. Planeta. 240 páginas, 16 euros
Ser el autor de la novela en lengua portuguesa más vendida de todos los tiempos no convierte a Paulo Coelho (Río de Janeiro, 1947) en un verdadero escritor. El Alquimista (1988) apenas lograba disimular su propósito de obtener un éxito fácil, mezclando un misticismo de hipermercado, una sensibilidad saturada de mal gusto y una prosa sin tensión ni relieve artístico. Esa fórmula se ha repetido desde entonces, enriqueciendo a su autor y a sus editores. Excitar el entusiasmo de Julia Roberts o Madonna sólo confirma que Coelho no pertenece al ámbito de la literatura, sino al del oportunismo más venal. Esta vez ha decidido abordar el tema del erotismo. Las peripecias de María, una joven prostituta brasileña, transitan entre el moralismo más irritante y los tópicos menos creíbles. El hecho de que entre cliente y cliente frecuente El Principito y los manuales de autoayuda no contribuye a mejorar una historia que desde su inicio produce incredulidad y tedio. El diario de María se despeña una y otra vez por el ridículo. A medio camino entre Krishnamurti y el consultorio de Elena Francis, María reflexiona sobre Dios, el amor y el deseo. Alarmada por la profundidad de sus notas, exclamará: "¡Dios mío, me estoy volviendo demasiado intelectual!". Su historia con un pintor que se muestra fascinado por su "luz personal" pone a prueba la paciencia del lector más indulgente.
Coelho atribuye los males del mundo al escepticismo religioso y al consumo desaforado, mostrando un conservadurismo que hará las delicias de los lectores más conformistas. El fenómeno Coelho es la confirmación de las teorías de Ortega sobre el derecho de las masas a imponer su vulgaridad. Tras finalizar el libro, prevalece la sensación de haber consumido un producto manufacturado. Ni rastro de sinceridad, riesgo o innovación. Pensar que ciento cincuenta y seis países han traducido sus novelas, sólo incrementa nuestra nostalgia de otras épocas en que la literatura era sinónimo de excelencia.