Image: Espiral de artillería

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Novela

Espiral de artillería

Ignacio Padilla

11 diciembre, 2003 01:00

Ignacio Padilla. Foto: Bernardo Díaz

Espasa. Madrid, 2003. 160 páginas, 19 euros

En el primer párrafo de Espiral de artillería alguien se refiere a las mentiras que en otro tiempo decía y declara su inocencia. El joven mexicano Ignacio Padilla descubre así las cartas de su novela desde el mismo arranque, y poco después deja claros qué otros motivos le interesan: la culpa, la delación, la derrota.

Este conjunto de asuntos permite intuir el dramatismo de esa anécdota y, en efecto, unas cuantas páginas más adelante sabemos que encierra el descenso a los infiernos del protagonista y narrador por causas individuales y colectivas. Aquéllas remiten a los factores más azarosos de la vida, que empujan a alguien por la pendiente de la degradación. El marco colectivo no es otro que el de un país en decadencia, sometido a la dictadura de un partido comunista.

En este medio se explica bien la trayectoria del personaje protagonista, un joven médico drogadicto que se enreda en sus propias trampas. El citado arranque juega con el misterio y consigue que éste sea un aliciente de la lectura. Muchas y sorprendentes novedades aguardan en el continuado encadenamiento de sucesos. Y el final del libro cumple con un requisito olvidado con frecuencia: dar una razón suficiente por la que alguien cuenta su vida. Aquí está bien claro: es un escrito confesional para justificar una trayectoria ignominiosa.

Con estos mimbres, Ignacio Padilla hace una novela bastante compleja. Tiene el aliciente de un relato de acción, en parte de aventuras y en parte de intriga policiaca. Los sucesos responden a una imaginación fuerte, aunque un poco dada a enredar la trama y, sobre todo, a las elipsis y mezclas de tiempos que dificultan el seguimiento de la peripecia. Todos los hilos se anudan al final, pero no hubieran hecho falta algunas complicaciones. Los personajes tienen un aura de misterio que los potencia, aunque también aquí con una inclinación a lo excepcional no por completo convincente.

Estos procedimientos se justifican por el carácter general no realista de la novela. Padilla construye no sólo un espacio imaginario --es imposible ubicar el lugar de la acción--, sino un relato alegórico. Su denuncia política del totalitarismo, aunque concreta, se abre a una consideración general de la naturaleza humana, y a un análisis encadenado de la opresión, la tiranía y la propia maldad. El miedo como factor de la conducta desemboca en la demencia. Y, en último término, se muestra el duro espectáculo de la tremenda fragilidad de los individuos de nuestra especie. La parábola y algunos rasgos kafkianos resultan oportunos para esta representación de la existencia. También la creación de ambientes espectrales, donde el autor logra sus mejores aciertos, los brochazos desrealizadores y la imaginería onírica. Ocurre, sin embargo, que los componentes no funcionan como simple suma, sino que se potencian hasta una dimensión abstracta límite. De ello se resiente la verosimilitud global, que requiere una lógica interna incluso en obras que gustan de una invención libre.

Un problema parecido afecta al estilo. Tiene el autor una prosa armoniosa, casi musical. Sus periodos largos, desarrollados con oraciones subordinadas atentas al matiz, y nutridos con un léxico rico, producen un magnífico efecto. Pero no todo lo que dice, aunque en sí mismo esté muy bien dicho, resulta pertinente. Le gusta, por ejemplo, la adjetivación abundante, pero más de un calificativo es gratuito. Y las frases, a veces, más que riqueza revelan un puro gusto por lo perifrástico. Hay un poco de palabrería innecesaria, que termina por molestar. Si algún pecado comete, pues, Ignacio Padilla, es el del exceso, el cual, a la vista del conjunto de su interesante y meritoria obra, ha de considerarse venial.