Campos de Flandes
José Luis de Juan
30 septiembre, 2004 02:00José Luis de Juan. Foto: Destino
José Luis de Juan quedó finalista del Nadal 2003 con una novela bienintencionada, Kaleidoscopio, concebida como un relato de aventuras que buscaba un comentario acerca de la condición humana.Su nuevo libro, Campos de Flandes, habla también de la condición humana, de la soledad, el amor, la memoria, los horrores de la guerra, el impulso creativo, pero, al contrario que el otro, es un texto de un intimismo absoluto, sin apenas acción y sin anécdotas relevantes. No hay en él otra peripecia notable que la previsible de su línea expositiva: unos pocos escritores coinciden en una casa de Flandes donde se dedican a sus obras en marcha, y, a ratos sueltos, a charlar, pasear o hacer alguna excursión a lugares cercanos.
Uno de los escritores, el que cuenta, asume la voz del propio autor, con lo que la narración tiene un aire confesional, y otros dos, un checo y un ruso, destilan sus muy diferentes experiencias vitales. De todo ello sale una visión múltiple del mundo, y el resultado es un curioso texto que participa del relato moral, del ensayo en cierto modo, del libro de viajes y la autobiografía, y además tiene algo del reportaje acompañado de fotos que son algo más que puras ilustraciones.
Otra vez tenemos, por tanto, el texto bienintencionado, meritorio sin duda, cuidadoso en su expresión, y a ratos intenso en su fondo, incluso con momentos de gran altura emocional y ética, como cuando se dilata sobre los cementerios de soldados de la Primera Guerra Mundial. Todo ello merece atención y respeto, en particular su relativa pero no desdeñable originalidad, aunque resulte un poco tributario de esa moda de los relatos reales, pero no deja de ser una obra de comedida ambición. Tiene uno hoy la impresión con frecuencia de que la literatura ha renunciado a los empeños totalizadores de otros tiempos y se limita a los pequeños flashes de una experiencia personal, o a meditaciones circunscritas al entorno del autor. En Campos de Flandes, uno acaba un poco cansado de lo que piensan estos escritores, de sus dudas y conjeturas, de sus afanes. Y también de la mitificación culturalista que lleva al primer plano el que esa tierra sea el solar familiar de Marguerite Yourcenar, o que por allí anduviera Simenon, o que tal entorno proporcionara a la pintura de Matisse una impronta pre-fauvista.
En fin, respeto mucho esa locura admirable que lleva a un congénere a escribir un libro, o pintar un cuadro, pero muchas veces lo que dice ese congénere me interesa poco. Eso me pasa con la vida cotidiana de estos escritores, por mucho que se enmarque en un paisaje enriquecido con matices sociológicos o resonancias históricas, e incluso aunque se cargue de trascendentalismo. Claro que el fallo puede estar en mí y no en el autor.