El cielo de Madrid
Julio Llamazares
3 marzo, 2005 01:00Julio Llamazares. Foto: Javier Martín
Después de varios años deambulando por otros géneros, Julio Llamazares ha vuelto a la novela. El cielo de Madrid es el relato que un narrador dirige a un destinatario recién nacido -su hijo- con la esperanza de que, en el futuro, éste sepa cuál fue la trayectoria de su padre, que ha pasado su vida "deambulando entre la luz y la oscuridad, entre la libertad y la necesidad de amor, entre la soledad y la búsqueda del éxito, entre el cielo y el infierno en el que pinto desde hace muchos años". Porque se trata, en efecto, de preservar el pasado, de impedir su extinción absoluta -un motivo frecuente en el autor- mediante su plasmación en palabras.Asistimos a la confesión de Carlos, un joven pintor asturiano trasladado a Madrid con la esperanza de encontrar allí el ambiente adecuado para proseguir su tarea y darse a conocer, como otros personajes con los que se relaciona -Suso, Mario, Rico, Paco Arias y otros-, todos ellos llegados a Madrid huyendo del ámbito estrecho de la provincia, en busca de cielo abierto -el del título de la novela, que está utilizado metafóricamente- y de oportunidades. Los recuerdos del narrador, que incluyen, naturalmente, sus amores, sus rupturas y decepciones o su lucha por destacar como pintor, afectan más, sin embargo, a su evolución espiritual, a la incertidumbre acerca de su propio menester, al carácter enigmático que sus cambios de estilo adquieren a veces para él mismo. Más que datos biográficos hay reflexiones, estados de ánimo, contrastes entre la creación libérrima y la intervención del mercado en la valoración y aprecio de las obras. Llegado a cierto punto de saturación, la soledad parece ser el único remedio para preservar la pureza y la independencia de la obra. El retiro voluntario de Carlos a una casa aislada de la sierra -sin duda la parte más brillante de la novela-, en un intento de recobrar su autenticidad, acaba por revelarse también como algo insuficiente, y sólo el descubrimiento de un amor tardío -circunstancia que por fortuna sólo aparece aludida, porque su desarrollo como desenlace de la novela hubiera sido nocivo- conseguirá devolverle la paz.
Dejando aparte algunos aciertos que cabía esperar en el buen escritor que es Llamazares y que se reflejan en la sutil percepción cromática de los ambientes, o en algunas facetas de la introspección que va dando profundidad al personaje, así como en el evidente interés que el autor ha proporcionado a esta radiografía de la conciencia de un artista, la construcción acusa palpables desequilibrios, sobre todo en la primera mitad de la novela, donde hay reiteraciones innecesarias, no ya en la descripción de acciones, que podrían justificar la monotonía de una existencia, sino en la propia expresión. Parece extraño que un excelente prosista como Llamazares acuda a repeticiones y anadiplosis para encadenar frases: "[Madrid] había cambiado profundamente, empujada por el ritmo de su modernización. Una modernización de la que presumía mucho la gente, pero que yo no alcanzaba a ver del todo. No es que no alcanzara a verla, es que no la creía tal" (p. 123). O bien: "...brotes y semillas que acompañaban a mis dibujos o los borraban completamente. Porque a veces los borraban u ocultaban por completo. Como si quisieran hacerlos desaparecer, los borraban u ocultaban por completo..." (p. 109). Existen demasiados casos de esta naturaleza. Y hay frases muy desmañadas, sorprendentes en un escritor tan pulcro: "Regresé de nuevo a mi antigua vida, aquella que había dejado por ella" (p. 122). O usos tan difundidos como poco recomendables: "en base a esta convicción" (p. 70), "de cara a nuestro futuro" (p. 111), "climatología" por ‘clima’ (p. 199, etc).
Al querer alejarse de la prosa con tinte poético y acercarse a un registro coloquial, Llamazares no ha acertado, y esto pesa en la novela, que tal vez haya que considerar un pequeño resbalón sobre el que merecería la pena reflexionar.