No se hable más
Mariano Antolín Rato
2 junio, 2005 02:00Mariano Antolín Rato. Foto: Carlos Miralles
En un artículo de 1909 proclamó Gómez de la Serna que la nueva literatura habría de ser radicalmente autobiográfica. Un siglo después, aquella exigencia parece cumplirse en buena parte de la mejor escritura, así que Mariano Antolín Rato no hace otra cosa que ser fiel al narrador "modernista" que siempre ha sido al meterse él mismo en sus últimas novelas y al pasar a ellas preocupaciones de un mundo particular.No, claro, por egotismo, sino para explicar la vida a partir de una experiencia real. Este factor biográfico resulta clave para entender varios porqués fundamentales de No se hable más: por qué el protagonista es un traductor que se parece al autor como una gota a otra; por qué lleva un largo subtítulo bastante provocador: "Novela sobre traducciones, jardines y otros vicios solitarios"; por qué se atribuye a un personaje, Rafael Lobo, la autoría de Mar desterrado, una reciente novela del propio Antolín Rato... Anotadas estas cuestiones, urge destacar otro aspecto capital: No se hable más manifiesta un subidísimo entusiasmo por la cultura y la literatura, y en ella se hallan abundante teoría artística y anotaciones críticas (por ejemplo, un perspicaz comentario sobre el despliegue del teatro de la memoria que hace el narrador de Proust), aparte de constantes reflexiones sobre el arte de la traducción. Pero nada de todo ello es pegadizo. Si la vida suele parecer una traducción, y encima mala, de una gran obra literaria (esto piensa el protagonista de la novela), y el arte forma parte de nuestra experiencia (no hará falta ni mencionar el Quijote), es legítimo llenar una ficción con estos asuntos, y hacer que los personajes pertenezcan al mundillo de quienes tienen inquietudes estéticas porque desde ahí se puede llegar a abarcar la realidad, a tratar de comprenderla y encontrarle un sentido.
Eso ocurre en No se hable más por medio de una historia que, aunque rebosante de culturalismo, posee interés anecdótico y fuerza sentimental grandes. En ella se cuenta el reencuentro de un traductor y una profesional de la publicidad, ambos de edad madura, en el marco de un hermoso carmen granadino. Conversaciones refinadas, drogas, sexo abundante, sensorialidad intensa, memoria estimulante, en fin, placeres de la inteligencia y de los sentidos, alimentan una vivencia plena hasta que una tragedia familiar la trunca. Así, el edén se acaba, incluso en una dimensión física, pues el carmen es víctima material y simbólica de la especulación inmobiliaria.
El peso de la edad (a la mujer y no a su coche le toca la revisión de la itv) y un sentimiento elegíaco están presentes a lo largo de todo el texto, y se imponen definitivamente a las gratificaciones del hedonismo, al punto de que el trecho final de la novela toma una deriva fúnebre: la pérdida de la esperanza, la destrucción, el acabamiento, la soledad se instalan en la conciencia de la pareja. Y ya no hay más que la vivencia definitiva de la derrota. Esta postura nihilista, aunque no sea nueva en Antolín Rato, alcanza aquí una total plenitud y ello se debe en buena medida al atinado enfoque de los recursos artísticos.
Antolín no quiere que el artificio de la narración rebaje la intensidad de ese pensamiento existencialista. Por ello presenta una historia de gran claridad y en un estricto orden progresivo, y utiliza una prosa de fraseo sincopado y melodioso poco llamativa y de apariencia sencilla. Con este planteamiento, una novela intelectual se carga de una calidez emocional impresionante. Y deja una huella imborrable de tristeza. Pero ya se sabe que la buena literatura pocas veces no es triste.