Petia camino al reino de los cielos
Mijail Kurayev
10 julio, 2008 02:00Prisioneros de un gulag siberiano, a comienzos de los años 30. Foto: Archivo
Hay una poesía de lo mínimo que adquiere una indecible ternura cuando se encarna en la forma de un pobre idiota. Petia es un necio, pero sin la inocencia del príncipe Mischkin, aquejado por la locura que inspiró el elogio de Erasmo. No es tampoco el desdichado Nazarín de Galdós, dispuesto a inmolarse en su voluntad de imitar a Cristo. Petia es la idiotez en su estado más elemental y si hay que buscarle un parentesco literario, ninguno más adecuado que Bartleby. El escribiente de Melville declina realizar cualquier acción, repitiendo siempre el mismo pretexto: "preferiría no hacerlo". Petia también es un hombre de una sola frase, no menos absurda: "Camarada, la documentación y la hoja de ruta", con la diferencia de que su escenario no es una oficina londinense, sino las carreteras heladas y desiertas de la tundra siberiana. Petia se atribuye unas competencias que no le corresponden, pues su estrafalario uniforme y la funda vacía de su pistola manifiestan de inmediato su condición de impostor. Se le podría considerar un contrarrevolucionario, pero sus actos carecen de contenido político. Por causas desconocidas, apareció en Siberia con su madre, confundido entre inmigrantes y presos políticos. Son los últimos años de Stalin y de la infamia del Gulag.El Ejército y la policía consienten las mascaradas de Petia con la condescencida reservada a los locos inofensivos. Salvo los accidentes laborales y alguna fuga, los meses transcurren sin incidentes, ahogando las vidas en la ausencia de esperanza. Petia es una figura cómica, pero no el bufón de las grandes tragedias de Shakespeare. Su vacío interior sólo refleja la mediocridad de su entorno. Desconoce la dicha y no le afecta el infortunio. Son emociones demasiado complejas para su psicología infantil.
Mijaíl Kuráyev (San Petersburgo, 1939) se interna en la mente de Petia con la precisión del virtuoso en el ejercicio de una pieza profundamente interiorizada. Esa exactitud se manifiesta en su estudio de la fuga. La fuga es la vida para un deportado e incluso para el hombre común, que al evadirse de su rutina, asume temporalmente la posibilidad de ser otro. Para el protagonista del relato, en cambio, es la calamidad más insoportable. Petia ama a Stalin, detesta a los que se fugan del Gulag, adora los uniformes, pero no es un sicario. De hecho, el poder le ignora, pues le considera un infrahombre. Su muerte accidental revela que el Gulag tritura con la misma indiferencia a disidentes, colaboradores e indiferentes. El sentido del Gulag es preservar la esencia del poder: ningún hombre está a salvo, la muerte y la tortura nunca son inútiles. Petia camino de los cielos recuerda las parábolas de Kafka sobre el poder, pero tamizada con la experiencia histórica de los totalitarismos. Inteligente, digresiva, con el gran estilo de los escritores centroeuropeos, tierna, cruel, más cerca de Dostoievski que de Tolstoi, su mérito central reside en el personaje de Petia, que en su profunda imbecilidad recuerda a los pobres de espíritu de las bienaventuranzas. Hay que rescatar la vieja noción de alma para entender la historia de Petia. Petia representa la escasez y la necesidad, el llanto mudo de los enajenados y la ignominia de la exclusión. Sólo la literatura que aspira a la verdad y no al entretenimiento banal puede hacer visible lo que el poder oculta en los sótanos de la historia.