Los guardianes del libro
Geraldine Brooks
18 septiembre, 2008 02:00Geraldine Brooks. Foto: Archivo
El incendio de una biblioteca es una obra maestra del odio. Arde el papel y arden los hombres. El fuego borra una cultura, una tradición, una época. Las bombas de fósforo que destruyeron la biblioteca de Sarajevo se encuadraban en un plan de limpieza étnica. No era suficiente fusilar o desplazar a los bosnios musulmanes. El proyecto de una Gran Serbia exigía desfigurar la historia. La presencia de manuscritos judíos o islámicos demostraba que el mestizaje cultural no era un vestigio de un pasado remoto, sino la nota dominante del presente. Geraldine Brooks (Sidney, 1953) ha ideado una trama que rebate la retórica nacionalista de Milosevic, cediendo el protagonismo a un manuscrito hebreo compuesto en España durante la Edad Media. Rareza bibliográfica, la Haggadah es un ejemplar miniado que impugna el mandato del éxodo, según el cual ningún judío puede realizar arte figurativo.Ambientada en diferentes escenarios históricos, la novela comienza con el trabajo de Hanna Heath, restauradora australiana, que se desplaza a Sarajevo tras el final de la guerra para frenar el deterioro del manuscrito. Su breve idilio con Ozren Karaman, el bibliotecario musulmán que salvó al libro de las llamas, resulta menos interesante que el trabajo de preservar la Haggadah. Hay que dejar hablar al libro. Su tránsito por el tiempo puede incluir una polilla, un pelo blanco o una mancha de vino. Al suprimir estos rasgos, convertimos una obra viva en materia muerta.
Durante la ocupación nazi, Serif, un musulmán erudito y tolerante, traslada la Haggadah a una pequeña mezquita. Kustos de la biblioteca de Sarajevo, Serif esconde en su hogar a Lola, una partisana judía. Serif y Lola encarnan el espíritu de una ciudad sin miedo ni hostilidad hacia el otro. Judíos, musulmanes y cristianos descienden de Abraham y su verdadera patria es un libro: el Antiguo Testamento, la Biblia o el Corán. La retórica nazi sólo es una caricatura del sentimiento religioso. La Haggadah es palabra viva, que no disgrega ni desata persecuciones.
Los guardianes del libro es una novela que mezcla historia, política y religión, eludiendo la dispersión con una intriga de carácter policíaco. Hanna actúa como una restauradora, pero su forma de reconstruir la historia del códice hebreo recuerda a un forense enfrentado a un asesinato. Esa tensión se mantiene hasta el final, cuando se produce un giro inesperado que plantea de nuevo la posibilidad de enviar el manuscrito a las llamas. Sólo que esta vez no intervendrá el fanatismo, sino la objetividad científica, no menos feroz que otras ideologías.
Enviada a Sarajevo por The Wall Street Journal para cubrir la guerra de Bosnia, Brooks escribe como una periodista. Es una observación redundante, pero necesaria para explicar sus virtudes y limitaciones. La prosa es ágil, fluida; el relato no pierde su impulso en ningún momento. Su alegato contra la intolerancia es impecable y oportuno en un momento histórico caracterizado por el regreso de los fundamentalismos. El trabajo de documentación es riguroso, preciso. Las objeciones surgen del estilo y la psicología. Los personajes son endebles. Hay excepciones: Lola, Serif, Isak. Hanna Heath intenta reflejar el desgarro de una joven con miedo al compromiso, lastrada por una madre autocomplaciente, que ejerce la medicina y desprecia la profesión de su hija, pero sus problemas apenas atraen el interés del lector, impaciente por averiguar el origen y autenticidad de la Haggadah, verdadero eje de la novela. John Grisham afirma que no hace literatura. No es Faulkner, sino un autor de best-seller. Brooks se mueve en la misma esfera. Ya nadie habla de la "función poética" para comprender el hecho literario. ¿Hay que lamentarlo? A estas alturas, no parece sensato imitar a Joyce o Lowry. Brooks sólo se proponía contar una historia y ha cumplido su propósito con solvencia y oficio.