Pablo Sánchez

Premio Francisco Casavella. 2010. Destino. Barcelona. 215 páginas, 18 euros



Esta novela de Pablo Sánchez (Barcelona, 1970) ha obtenido el premio Francisco Casavella, creado recientemente para recordar al malogrado escritor catalán, que acertó a bosquejar un vitriólico panorama de la sociedad barcelonesa a lo largo de las últimas décadas. Y algo del espíritu y la mirada de Casavella parece haberse transferido a estas páginas, que esbozan el retrato de César, un yuppie decidido y ambicioso, un ejecutivo desclasado al servicio de una poderosa consultoría, que pugna con rivales afines por conseguir contratos de muchas cifras. Para ello no se repara en medios, desde el espionaje hasta el chantaje abierto, y la tarea de estos intermediarios -que sólo parece productiva para ellos mismos- acaba por tener conexiones ocultas con los entresijos más turbios de la política.



Todo esto constituye un asunto del mayor interés para un narrador. Pero Pablo Sánchez ha preferido dejarlo como fondo brumoso de una historia individual, porque le ha interesado sobre todo el perfil del personaje central -y narrador- en un momento crucial de su vida, a punto de romper su matrimonio y atormentado por el recuerdo de algo que sucedió con un hijo y que se oculta hasta la última parte de la novela, aunque el esperado secreto carezca del dramatismo buscado y se disuelva como un azucarillo. Este factor de suspensión resulta, poco sólido, y lo mismo puede afirmarse de algunas informaciones acerca del trabajo de César, demasiado abstractas y generalizadoras, que dejan en penumbra lo que, a la postre, determina la suerte del personaje: el hundimiento de la delegación de Barcelona, el desánimo de sus integrantes, el papel de Yolanda en todo ello y las intrincadas tramas urdidas en las esferas superiores de la empresa. Lo que podríamos entender como crítica social reside, más que en las acciones, en los largos discursos y monólogos de algunos personajes, como Marcos Muñoz o Lezama (pp. 79-83), que, junto con los soliloquios del personaje central, resumen diversos puntos de vista sobre la realidad. Todo ello rebaja la narratividad de la historia, hace estático el relato y lo aproxima a la naturaleza discursiva del ensayo, o de lo que suele llamarse novela intelectual, más preocupada por las ideas que por las acciones propiamente dichas. Por eso los lugares importan poco. Se tiene la impresión de que os personajes van o vienen de un lado a otro exclusivamente para reunirse en algún bar o restaurante donde enzarzarse en largos diálogos confesionales.



El autor se ha centrado en el retrato del consultor que, con una buena formación universitaria, intenta justificar su trabajo y ennoblecerlo con razonamientos un tanto pedantes: "Yo no soy un trepador cualquiera como Francisco […] Yo busco la singular belleza que hay en todo esto […] Busco aliento poético en un memorándum, en un informe, en una contabilidad" (p. 190). Pero conduce un coche de lujo, se compra un barco de dieciséis metros de eslora y trata de distanciarse de la clase media baja de la que procede e instalarse en el ámbito de los nuevos ricos de la burguesía tecnocrática. Incluso su discurso está impregnado, en medio de un estilo de general corrección, de giros idiomáticos de moda -casi siempre poco recomendables- en esas esferas: "no tengo todavía argumentos para culpabilizar a nadie" (p.49); "de alguna manera pienso que…" (p. 91); "ha invitado a prácticamente todo el público" (p. 168), etc. El alquiler del mundo no deja de tener interés, aunque no alcance las cotas que de su planteamiento cabía esperar.