Robert Stone. Foto: Phyllis Rose
Malcom Bradbury situaba a Robert Stone en el ámbito de un neorrealismo que, de la mano de escritores como Joyce Carol Oates o Richard Ford, intenta restaurar puentes entre las apariencias y su significado. Para entenderlo, conviene tener en cuenta el panorama de los últimos años sesenta y primeros setenta en Estados Unidos: mientras la guerra está en marcha y los universitarios apuran el canuto de la revolución a base de caladas desorientadas, Tricky Nixon sustituye la verdad por la paranoia desde la Casa Blanca. Así, no es de extrañar que los más lúcidos desconfiaran de cualquier apariencia y se lanzaran en brazos de la conspiración, que se convirtió en un gran género literario americano, convenientemente parodiado -desde la complicidad- en Dog soldiers. Por su parte, Robert Stone observa esa confusión para extraer historias bien hilvanadas que nos permitan sacar algo en claro.
El protagonista de Dog soldiers es John Converse, un corresponsal de guerra en Saigón al que conocemos cuando una dama le está gritando: "Satanás aquí es muy poderoso". Presa de esa torpe relación con la realidad que provoca la guerra, nuestro hombre decide traficar con heroína. Para ello, involucra a Hicks, un ex marine que exhala el aroma de los psicópatas, y a su esposa Marge, una estudiante de arte dramático que regenta un cine porno en Nueva York. Tres kilos de caballo deberían traducirse en mucho dinero pero, por supuesto, solo darán problemas: desde el momento en que llegan a América, empieza una persecución delirante en la que interpretan al Coyote un policía federal corrupto y sus secuaces Smitty y Dansky, versión hard boiled de Laurel y Hardy.
Las páginas de Dog soldiers están atravesadas por una precisa puesta en escena de la violencia, mejor cuando es seca y contundente (el interrogatorio en la cocina) que cuando es más aparatosa (algún tiroteo). También, por un agudo sentido del sarcasmo aplicado a la izquierda universitaria, al desfase en Los Angeles, a la CIA como serial killer o al orientalismo hortera. Un ejemplo: "Le gustaba Saigón. Se parecía un poco a Washington. La gente era amable". Otro: en Californa, "para llevar a cabo apropiadamente cualquier cosa, desde el suicidio hasta la insurrección civil, era imprescindible un coche". Y sin duda, Robert Stone aprendió en Hemingway a escribir sus inmejorables diálogos. Pero, por encima de todo, estas páginas exudan Miedo. Vietnam es el percutor que dispara esta novela, si no cinematográfica, desde luego cinemática: Dog soldiers es continuo movimiento, acción imparable puesta en marcha, insisto, por un miedo cuya ausencia es "un estado extremadamente difícil de concebir". Los personajes se hunden en él o le dan respuesta en forma de adicción, exceso, nihilismo o, incluso, sacrificio. Ahora bien, esto nos lo muestra Robert Stone mientras nos obliga a partirnos de risa con ese absurdo humor californiano que tan bien conoce Jeffrey Lebowski ‘El Nota' -otra vez Vietnam-.
La traducción de Mariano Antolín, buen conocedor de este terreno, e Inga Pellisa es magnífica. Y el estupendo texto introductorio de Rodrigo Fresán nos obliga a preguntarnos, modestamente, cuándo publicará el argentino su particular Prólogos con un prólogo de prólogos. Urge.