Laia Fàbregas. Foto: J.M. Baliellas
No hay modo de desvanecer la sospecha de que la autora se socorre de una innecesaria e inconveniente artificiosidad. Porque si cada historia tiene su recorrido específico, también los asuntos abordados andan sueltos. Quizás ambos relatos comparten una misma idea seminal, una visión azarosa de la existencia a favor de la cual juegan varios incidentes menudos que vendrían a demostrar cómo la vida depende de circunstancias que la marcan con rígido fatalismo. Otra idea más une a Él y a Ella, la entrega tenaz a una causa que requiere voluntad un tanto irracional. Pero fuera de estos puntos comunes, las respectivas historias abordan motivos inconexos, y de muy disímil categoría. Por momentos, el libro se asoma a cuestiones como la soledad, las relaciones familiares, la abnegación amorosa, o la búsqueda de un sentido a la vida. Estos asuntos no constituyen, sin embargo, un núcleo trabado de inquietudes y, por si fuera poco, se incrustan pedantescas sentencias sobre el sentido del arte, y ello en términos muy poco creíbles.
Landen ofrece cosas sueltas logradas: la sensación de veracidad que produce el estilo antirretórico, la creación de personajes, el buceo en interiores atribulados, la plasmación con mucha fuerza comunicativa del sinsentido vital, la dosificación del misterio sin trucos efectistas, la habilidad para llevar adelante el argumento mediante alusiones y la capacidad para convertir problemas individuales de intimismo algo asfixiante en materia interesante. Las objeciones expuestas impiden un juicio global positivo y uno lo lamenta porque se nota que Landen está hecha con cuidado y bajo el meritorio propósito de buscar la originalidad formal y expresiva.