Chico Buarque. Foto: Alberto Estévez

Salamandra. 192 pp., 12 e.



Más allá de su fama mundial como cantante heredero de la bossa nova e icono cultural del Brasil, hace ya mucho tiempo que Chico Buarque (Río de Janeiro, 1944) ha demostrado ser mucho más que un músico metido a novelista, tanto como para ser considerado, tras su anterior trabajo, Budapest, como uno de los grandes autores contemporáneos en literatura en portugués. Leche derramada es ya su octava novela, y todo un reto y un despliegue de talento, pues la historia se sostiene y se cuenta exclusivamente desde la voz -cansada pero repleta de gracia- de un anciano centenario tumbado y sedado en la cama del hospital de quinta fila en el que se halla ingresado.



Es un hombre arruinado y venido a menos, que, paradójicamente, había nacido (en 1907) en el seno de la vieja oligarquía que antaño manejaba y poseía el país. Los receptores de su largo y obstinado monólogo vital, unas memorias valiosas y confusas lanzadas al viento enrarecido de la sala, parecen ser una o varias enfermeras innominadas, una hija ya octogenaria, los otros pacientes, o, quien sabe, tal vez las paredes. Entre recuerdos infantiles de estancias en el Ritz y viajes a Europa a bordo de grandes transatlánticos, entre somníferos, morfina y resplandores de la memoria, aún alientan en el protagonista algunos brotes de soberbia y su deseo intermitente de un recomienzo que el lector sabe imposible.



Con el derrumbe del viejo Eulálio Assumpçáo, asistimos a todo un retrato de cambiantes épocas, con el aire de una buena saga familiar, y, sobre todo, a la fulminante caída de los valores y costumbres del viejo Brasil. La perplejidad del anciano no es otra que la de quien asiste a su propia pérdida de poder y a la de los suyos, los antiguos terratenientes, los dueños de inmensas haciendas de cacao y cafetales, los senadores, los tatarabuelos que desembarcaban en Brasil con la corte portuguesa… Junto con el progresivo desvelamiento de la biografía del hombre, en especial en lo relativo al paradero de esposa y el papel que tuvo en ello un ingeniero francés, nos encontramos con uno de los puntos fuertes del libro: la poderosa reflexión acerca del caprichoso modo de operar de la memoria de los ancianos, la extraña manera en que funciona su tiempo psicológico y el orden de los diferentes planos, la tentativa y el laberinto incansable del contar, recontar y mezclar.



Leche derramada es un potente monólogo justificativo de toda una existencia, un texto entonado, poético, de un narrador fino -más bromista e irónico que solemne-, tocado por el don de contar. Una prosa de gran aliento que recuerda, a cada paso, que no hay quien se salte el buen realismo. Assumpçáo parece extraer finalmente una sabia lección de la vida: "Oigo vuestras voces y deduzco que sois gente humilde, sin muchas luces, pero mi linaje no me hace mejor que nadie".