Andrés Barba

Pre-Textos, 2011 108 páginas, 10 e.



La novela corta (que la crítica suele denominar con el término francés nouvelle para señalar que la brevedad no es su signo único, según apunta la equívoca expresión castellana) es una forma muy exigente. Requiere, ante todo, intensidad. Y pide un argumento leve. Estas características respeta con todo cuidado Andrés Barba (Madrid, 1975) en Muerte de un caballo. Refiere una historia mínima. Un treintañero profesor universitario algo taciturno liga con una chica de veintidós años muy libre y de fuerte personalidad, Sandra. Un fin de semana, hacen una excursión a la casa en el campo de unos amigos. En un camino rural, un vehículo les impide el paso. La caravana que trasportaba un caballo ha volcado y junto al animal malherido se halla Miguel, su adolescente propietario. Muerto el caballo, la pareja sigue viaje hasta su destino. El comienzo de la aventura se dilata un poco con notas costumbristas. El desenlace se liquida como quien dice en cuatro palabras. La agonía del caballo y las relaciones tensas, complejas e intensas de los tres personajes ocupan la mayor parte del libro.



Esta escasa peripecia es muy propicia a los registros intimistas en los que Barba se mueve muy bien y les saca buen partido. El encuentro de los tres personajes tiene el valor simbólico si no de una situación extrema, sí excepcional. Las tensiones entre los excursionistas y la relación con Miguel de ambos permite desplegar un amplio repertorio de actitudes, además de un variado buceo en psicologías diferenciadas. El comportamiento de los tres se subordina, además, al proceso agónico del caballo, el cual, bastante humanizado, alcanza un papel de cercana importancia al de las personas gracias a plásticas descripciones, casi visuales, duras pero sin truculencias. En realidad, Barba concibe la mínima acción enmarcada en unas pocas horas como pretexto para desarrollar puros movimientos interiores. En ellos afloran oscilaciones de la conciencia enfrentada a unos pocos temas: la pasión y el amor, el desvalimiento, la compasión y la propia muerte. Al fin, el autor hace un relato moral que gira en torno a la revelación de la identidad. Es un mérito que la densidad del conflicto se canalice a través de una composición muy sencilla basada en diálogos y descripciones sucintos. Y otro que el sutil asedio a unas almas afligidas produzca alta fuerza emotiva. Pero una novela no es solo un fondo interesante comunicado con destreza, sino también una construcción verbal. Y aquí hay que reprocharle a Andrés Barba síntomas de dejadez, raros en un escritor que suele cuidar su prosa. El más grave: no es de recibo la acumulación de decenas y decenas de adverbios acabados en "-mente".