Martin Suter. Foto: DPA

Traducción de Txaro Santoro. Anagrama, Barcelona, 2011. 320 páginas. 18 euros



Desconocemos cuáles son los ingredientes esenciales para redactar una novela de éxito. Si bien una buena historia, donde la intriga se ofrece bien planteada, siempre gusta al lector. Martin Suter (Zúrich, 1948), un escritor suizo de lengua alemana con una sólida trayectoria artística que incluye varias novelas, obras de teatro, y guiones de televisión, brinda en El último Weynfeldt uno de sus mejores logros. Cada elemento de la obra, los personajes, el espacio donde transcurre la acción, el motivo argumental central, todo ello, viene trabajado con verdadera precisión para enganchar el interés del lector. Se trata, en verdad, de relatarnos una seducción, la de una mujer física que encandila al protagonista, y la de una belleza retratada en un lienzo, cuya inalterable pose le cautivará con su misterio, aunque jamás le verá la cara.



A primera vista, el personaje central de la obra, un rico soltero suizo de cincuenta años que disfruta de una herencia familiar y de su trabajo, el de marchante de arte, apenas presenta interés alguno. Vive rodeado de los atributos de una existencia muelle, disfrutando un magnífico piso dentro de un edificio de su propiedad, y mimado por una vieja ama de llaves, quien, además de atender sus necesidades domésticas, resulta también una excelente cocinera. Auténticas obras de arte adornan las paredes de su casa, gasta trajes y calzado a medida; en fin, el dinero le deja satisfacer sus deseos, sin embargo su vida carece de incentivos. Las relaciones sociales de Adrian Weynfeldt parecen igualmente contagiadas por el aburrimiento de una existencia previsible. Almuerza cada semana con las mismas personas, unos jóvenes cuyos proyectos artísticos financia y un grupo de ancianos amigos de sus difuntos padres. Una esmerada educación le permite sortear esa vida hueca armado con una exquisita cortesía.



Sin embargo, este personaje que cede siempre a los deseos de los demás, comienza a crecer en el texto, gracias a la pericia del narrador para hilar una serie de incidentes que despertarán nuestra curiosidad. La historia adquiere poco a poco carácter propio, debido a que el anodino personaje adquiere una personalidad peculiar. Tras el ser atrapado por su educación y riqueza asoma un hombre que desea gozar de la vida sin saber bien cómo lograrlo. Cuando conoce a Lorena, una modelo de treinta y siete años, que vive a salto de mata, Adrian se enamora, porque le recuerda a Daphne, su primer y único amor. Sus emociones le indican el camino hacia una posible liberación.



Entonces entra en juego la novela negra, aunque aquí los crímenes serán de guante blanco, extorsión, chantaje, y engaños varios. Las explicaciones sobre el cuadro que figura en la portada del libro, una reproducción de un lienzo del pintor suizo Félix Vallotton (1865-1925), Mujer desnuda ante una salamandra (1900), desempeñarán un papel importante en la acción. El autor nos familiariza con él, a través de las descripciones, de las búsquedas de detalles en la tela, como las manchas de humedad o si el artista ponía o no un punto después de su nombre en la firma.



En realidad, nos familiariza con la misteriosa mujer representada en este óleo sorprendente, que retrata a una joven desnuda de rodillas ante una salamandra. Ella está vuelta de espaldas, y sus ropas caídas alrededor. Notamos el contraste entre la regularidad de la alfombra a cuadros, los cuadrados de la salamandra, una puerta, y la redondez de las formas femeninas. Lleva el pelo rubio bronce recogido en un moño, el torso revela una espalda bonita, de hombros anchos, pero de caderas para abajo la abundancia, la gordura, resta esbeltez a la figura. Tampoco le vemos las piernas que se supone están dobladas debajo de los muslos. El conjunto resulta bello y misterioso, y tan atractivo que su posesión incita al crimen.



Al final, lo personal y lo profesional se entrelazan. El Valloton, propiedad de un amigo, que figura en el catálogo de una subasta organizada por Adrian, resulta ser una copia. Cuando él lo descubre, así como ciertos enredos de Lorena para beneficiarse de las circunstancias, aprovecha la oportunidad para burlarse de los burladores. La solución final a la intriga permitirá al bueno de Adrian acabar disfrutando de su arte y del amor.



Eso sí en el camino ha aprendido que ceder siempre a los deseos de los demás te puede dejar vacío. Todos necesitamos cultivar un hueco, tener un pequeño altar interior, donde quemar el incienso del yo, el jardín de los secretos. Algo bien distinto del egoísmo, el sopesar los hechos ajenos según una medida propia.



Suter ofrece, pues, una sutil historia, donde tras la apariencia de una persona superflua, una especie de Obómov, descubrimos un personaje que nos permite echar una larga mirada a nuestro interior.