Carlos Fidalgo. Foto: Luis de la Mata
Este planteamiento va acompañado de un desarrollo idóneo, compuesto con destreza por un autor que escribe con una prosa desnuda, tal vez esforzándose por huir de cualquier atisbo retórico y procurando que la expresión verbal tenga la misma sequedad que el marco narrativo de las acciones. En estos atisbos se perciben las notables posibilidades de Fidalgo, y también en el quiebro final, cuando el relato deriva hacia el territorio de lo fantástico y la escena primera del descubrimiento de los restos humanos cobra por fin su pleno sentido y proporciona a la historia un significado superior al de la anécdota, al apuntar hacia las guerras como una desdichada constante en la conducta humana. Los soldados americanos en Afganistán luchan sobre las tumbas de los innominados soviéticos que hicieron lo mismo años antes y que, a su vez, pisaron la arena que cubría los restos de las antiguas falanges macedónicas. De hecho, los nombres escogidos para los distintos soldados que integran la unidad tratan de reflejar orígenes diversos -Hines, Henderson, Di Cesare, Komeda…- no sólo porque así ocurre a menudo en las unidades norteamericanas, sino para ampliar y extender las acciones sugiriendo de este modo que el belicismo es una actitud general. Fidalgo se ha empeñado en llevar a buen puerto una literatura fantástica trascendente, no reducida a la mera repetición de esquemas reconocibles, en la que, además de los elementos propios del género -el misterio, los hechos inexplicables, la anulación de la frontera entre lo real y lo imposible-, el conjunto nos arroje también fuera de los límites de la historia narrada y extienda su mensaje hasta la consideración de problemas universales y nada fantásticos. A pesar del alcance un tanto limitado del relato y de la defectuosa composición de algunos pasajes, como el postrero, El agujero de Helmand es un buen comienzo para un narrador.