Jean M. Auel. Foto: Luis de la Mata

Trad. de Carlos Milla e Isabel Ferrer. Maeva, 2011. 800 pp, 24 euros



Jean Auel (Chicago, 1936) inició su peregrinaje hacia el pasado de la humanidad en 1977, cuando concibió la idea de escribir la historia de Ayla, una mujer en la Era de los Glaciares, desde sus primeros pasos hasta… Millones de lectores en el mundo han seguido, entusiasmados, los avatares de Ayla en su recorrido por El Clan del Oso Cavernario, El Valle de los Caballos, Los Cazadores de Mamuts, Las Llanuras del Tránsito y Los Refugiados de la Tierra y ahora en la sexta entrega de la saga: La Tierra de las Cuevas Pintadas, en un esfuerzo comparable sólo con el de la autora, quien debe recurrir al entendimiento y lenguaje de la actualidad para narrar hechos y sentires de eras en las cuales nada se percibía como lo hacemos los descendientes de los cromañones. El resultado es admirable, toda vez que no basta decir mar para que la piel se nos inunde de agua salada.



La hermosa Ayla, en compañía de su marido Jondalar -un espécimen de metro noventa de estatura, cabello rubio, ojos azules y conducta intachable- comienza su viaje de iniciación como sanadora y guía espiritual junto a los tres caballos y Lobo, el cuadrúpedo cazador, cuando Jonayla, la hija de la pareja, está recién nacida. Con ellos viajan miembros de la Novena Caverna a la cual pertenecen y los habitantes de otros, podríamos llamarlos distritos cavernarios, se les van uniendo en el camino. Como acólita de la Zelandoni Que Es la Primera Entre Quienes Sirven a la Gran Madre Tierra, entendámoslo como Gran Sacerdotisa, Ayla goza de la compañía de su Maestra en la ruta iniciática con el propósito de visitar las cuevas donde los antiguos han dejado su impronta en las paredes, verdaderos Museos del Conocimiento. Ayla ve las pinturas con otros ojos y es esa mirada la que seduce por su frescura primigenia.



Desde el punto de vista de esta lectora, lo más atractivo es el modo que tienen de relacionarse con la Madre Tierra, la seguridad que poseen de su pertenencia a quien les alberga y alimenta. A la gran belleza de los cantos ceremoniales debía dedicársele capítulo aparte y, quizá, empezar a emplearlos también a ver si con ello ganamos en sensibilidad y comprensión. No existe, hasta el momento, ningún otro sitio al que podamos ir y "En el corazón de la Madre anidaba una inmensa pena…"