Belén Gopegui. Foto: Francisco Vega



belén gopegui Mondadori. Barcelona, 2011 320 páginas, 19'90 euros En esta nueva novela de Belén Gopegui (Madrid, 1963) hay personajes e ingredientes de la historia que le resultarán inmediatamente familiares al lector: Julia, una vicepresidenta del gobierno, soltera y de edad madura, empeñada en no abdicar de sus ideas, crecientemente desencantada ante el "agotamiento de un sistema que está destrozando todo cuanto edificamos en común" (p. 313) y que acaba, naturalmente, separada de su función por decisión inflexible del presidente, al que antes le ha sugerido la convocatoria de elecciones anticipadas; Álvaro, un mefistofélico e implacable ministro de interior de "barba entrecana" (p. 262); un sistema de escuchas telefónicas y una legión de "hackers" contratados capaces de intervenir cualquier comunicación e invadir la intimidad de los ciudadanos más protegidos, de tal manera que nada escape al control de las autoridades; una crisis económica que obliga a buscar solución para entidades financieras que se derrumban; una joven ministra de igualdad a punto de ser fulminada… La enumeración podría prolongarse, aunque no es necesario. Ni siquiera sería apropiado afirmar que nos encontramos ante un roman à clé, porque la identificación de sucesos y personajes no exige esfuerzo alguno. Acceso no autorizado es una novela que podemos calificar de política, de igual modo que clasificamos otras narraciones como sentimentales, históricas, de misterio o de aventuras. Es el testimonio y la denuncia de una generación defraudada que desea dejar constancia de que "existió el proyecto de una vida diferente" (p. 281), truncado, como se afirma en varios pasajes, por cesiones vergonzosas a los poderes económicos y por desvíos imperdonables, cuya explicación puede resumirse en las palabras de la vicepresidenta al presidente en una tensa entrevista que constituye una de las escenas culminantes de la novela: "No es verdad que estés haciendo ahora, debido a la crisis, una política alejada de tu ideología. No tienes ideología […] El buen talante, los derechos civiles a los que tú llamas sociales, etcétera: son barniz, aderezos" (p. 294). Estos pasajes muestran sobradamente el sesgo de la historia, donde es decisivo, además, el motivo del control electrónico, de la vigilancia y seguimiento de personas, la práctica del chantaje y de otros modos de presión que mezclan a veces los tentáculos de la política con actividades abiertamente delictivas. La intromisión del abogado, insuficien- cientemente justificada, en el ordenador de la vicepresidenta, el diálogo intermitente que se establece entre ambos personajes -que nunca llegan a conocerse- es la palanca que actúa como estímulo en la conciencia de la mujer, una auténtica voz interior que la induce a la reflexión y precipita su alejamiento de un poder corrompido y sin escrúpulos y, en definitiva, su salvación moral. Lástima que el planteamiento narrativo de una historia de interés indudable como ésta sea premioso y hasta titubeante. Toda la parte primera, con su alternancia de tiempo presente y saltos atrás que narran -siguiendo el modelo narrativo de muchos telefilmes- la creciente amistad entre el abogado y el joven "hacker" que le prestará ayuda, necesitaría podas. Y algo parecido cabría decir de algunos diálogos, excesivamente envarados -así, el de la vicepresidenta y el ministro del interior- o elusivos, como el chateo entre abogado y vicepresidenta. En algunos personajes secundarios, como la vikinga, Curto o el Irlandés, se advierte esta misma inclinación a la expresión hermética, al sobreentendido y al acartonamiento. Por último, las palabras de despedida de la vicepresidenta ante los medios de comunicación traducen algo más deseado que verosímil. La escritura es, en general, nítida, con leves lunares: un prefijo innecesario en "quien se autoconcede un privilegio" (p. 263), alguna trivialidad de moda ("se volcaba en la gestión del día a día", p. 211) y alguna frase embarullada: "había habido un tiempo […] en que los parques le pertenecieron y la irresponsabilidad maravillada" (p. 171); "ninguno de los dos estaba receptivo al estado del otro" (p. 244). ricardo senabre