Sinclair Lewis

Traducción de J. M. Álvarez. Nórdica. 616 págs, 26 e.



Leer a Sinclair Lewis (Sauk Center, Estados Unidos, 1885 - Roma, 1951) depara en general un placer indudable, pero de orden secundario: la contemplación de una obra importante y de gran musculatura cívica que ha envejecido sin remedio. En el barrio más literario de mi ciudad, el paseante descubre un chalet racionalista devorado por la hierba; el arquitecto que lo concibió sabía lo que hacía, y sin embargo la ejecución no estuvo a la altura de su buen gusto. Así suelo percibir a Lewis. Babbit (Nórdica, 2009), que a Cesare Pavese le pareció una obra maestra, es una sátira del americano medio tan sociológicamente impagable como estilísticamente obvia. Y con todo, insisto: hay un indudable placer, entre romántico e investigador, en leerlo para descubrir la textura de un escritor nacional, útil y sólido de una época determinada (olviden sus raquíticas novelas sobre americanos en Europa). Ahora bien, Doctor Arrowsmith es otra cosa.



Tal vez sea porque es más ambiciosa en tema, trama y precisión; o porque la biografía paterna pesa sobre el relato, dotándolo de una extraña emoción (extraña, digo, en Lewis); o porque al protagonista, Martin Arrowsmith, nos lo creemos… Lo cierto es que Doctor Arrowsmith sí es una novela vigente y digna de ser leída sin apelar a su importancia para la historia de la narrativa americana. El libro es la crónica de veinte años de vida de un hombre de ciencia que se debate entre el mundo y el conocimiento. El espíritu de Babbit (que aquí aparece brevemente) lo empuja en una dirección: ganar dinero, perorar sobre triquiñuelas del oficio, decorar lujosamente la consulta para que los pacientes desembolsen mayores honorarios… Al otro lado, Arrowsmith siente la llamada de su maestro Max Gottlieb: la ciencia entregada a la exigencia de conocer, con todos los sacrificios que ello comporta.



No se trata de un texto perfecto: quien aborde Doctor Arrowsmith se sentirá tentado de aligerar a ratos el ritmo de lectura, agotado por las descripciones psicológicas demasiado explícitas o los pasajes técnicos. A cambio, el sarcasmo del autor nunca fue tan eficaz ("como otorrinolaringólogo creía que las amígdalas habían sido colocadas en el organismo humano con la finalidad de proporcionar a los especialistas automóviles cerrados"), y las preguntas convocadas, aunque Lewis no sea precisamente Thomas Mann, me interesan: ¿qué papel tienen la excelencia y su opuesto, la masa, en la democracia norteamericana? ¿Qué significa el éxito? ¿Cuál es la medida de la verdad científica? Y si intelectualmente es un producto aseado, narrativamente Doctor Arrowsmith supone el mejor trabajo de Lewis, que nunca más alcanzó el nivel de entusiasmo narrativo del capítulo 31, donde relata con colorido y vigor sorprendentes una epidemia de peste.



Y por encima de todo, los personajes. Sinclair Lewis tiene una fuerte tendencia a la novela de asunto, y en consecuencia sus criaturas se despeñan con facilidad por el vacío del arquetipo. Pero en Doctor Arrowsmith, milagrosamente, están vivas: Martin es contradictorio y débil, pero no un derrotado; Leora, su primera esposa, nos entusiasma con su sensatez; Max Gottlieb es un verosímil Sabio Admirable; e incluso los secundarios tienen entidad. Finalmente, dos cosas: cabe celebrar la traducción de José Manuel Álvarez. Y creo muy oportuno citar este desafuero de Martin Arrowsmith en un país como el nuestro, donde la emoción suele ganar a la inteligencia: "el mundo siempre está dejando que haya tipos que impongan estupideces solo porque son de buen corazón".