Isaac Rosa. Foto: Marta Velasco

Seix Barral. Barcelona, 2011. 381 páginas, 19'50 euros

Isaac Rosa (Sevilla, 1974) ha mostrado en sus obras anteriores un notable afán por huir de las formas convencionales del relato, como se manifiesta, por ejemplo, en la audaz reescritura de sí mismo que hizo en ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (2007). Esta última obra, aunque muy diferente de las cinco anteriores, brota del mismo empeño por buscar nuevos ámbitos narrativos para encajar historias inesperadas o sorprendentes. Una de las claves de La mano invisible se ofrece en la cita de José Luis Pardo que aparece como colofón: "El trabajo, en sí mismo considerado, parece ser, en efecto, inenarrable [...] Hay muchas narraciones que transcurren total o parcialmente en lugares de trabajo, pero lo que estas narraciones relatan es algo que ocurre a los personajes al margen de su mera actividad laboral, y no esa actividad en cuanto tal, porque su brutalidad o su monotonía parecen señalar un límite a la narratividad".



En La mano invisible el motivo único es el trabajo, presentado al principio, en un arranque casi kafkiano, como algo sin sentido que se contempla a distancia. En una vieja nave industrial, unos cuantos profesionales ejercen su actividad a la vista de un público invisible: el albañil levanta un muro para luego demolerlo e iniciar otro, la teleoperadora llama sin cesar a posibles clientes ofreciendo ofertas, la secretaria copia en un ordenador textos y documentos, el carnicero descuartiza incesantemente animales, el informático ensaya programas de ordenador, la costurera trabaja sin descanso con metros y metros de tela, el mecánico desmonta un motor para montarlo luego y volver a desmontarlo...



No parece haber finalidad en estas tareas, realizadas todas ellas por expertos profesionales contratados por una extraña empresa, salvo acaso la de mostrar la esencia del trabajo a un público curioso que asiste libre y gratuitamente al espectáculo, aunque sin percibir la finalidad de ese trabajo y percatándose tan sólo de la monotonía que emana de algo tan repetitivo. Únicamente cuando surge algún roce entre los trabajadores al cuestionarse el sentido de su actividad parecen interesarse los espectadores, porque, en efecto, tienen la sensación de que el trabajo abstracto puede dejar paso a la aparición de vidas y conflictos individuales. Pero son atisbos que no llegan a cuajar y al final la situación se diluye por sí misma. Las melancólicas reflexiones del guarda jurado al abandonar la nave desmitifican las ideas ennoblecedoras acerca del trabajo: el mecánico, la teleoperadora y los demás "no estaban aquí por nada de aquello que alguna vez les prometieron que sería el mundo del trabajo: realizarse como personas, ganar una identidad, participar en sociedad, contribuir al desarrollo, aportar cada uno según su capacidad para recibir según su necesidad, aprender, crecer, sentirse plenos, encontrar su lugar en el mundo [...] Estaban aquí por dinero, porque su trabajo, su vida, lo sabe él mejor que nadie, se reduce a eso, perdidas otras motivaciones" (p. 375).



La plasmación narrativa de un concepto exigía una destreza fuera de lo común. Eludir la monotonía al describir una y otra vez actos repetidos, ser tan preciso al nombrar las piezas de un motor como las diferentes clases de cuchillos en una sala de despiece, han requerido una escritura minuciosa y a ratos brillante, donde la precisión terminológica se mezcla con naturalidad con el uso de fórmulas paremiológicas (p. 209) o creaciones onomatopéyicas (pp. 104-206, 205), junto a un permanente ejercicio de la variatio retórica que consigue dar relieve a lo inane y monótono.



Que al final apenas sepamos nada de los personajes -que era lo que se pretendía- defraudará a los lectores que busquen más la historia que la novela: más las peripecias que el tema nuclear de la obra. Brillante escritura la de muchas de estas páginas, sólo empañada por defectos de concordancia ("siempre tiene que tocarle a los mismos", p. 43; "no le cuentan a sus amigos" (p. 151), etc., por alguna trivialidad de moda ("el día a día", pp. 149, 372) y por algún error que pasa de falta a delito ("toma de la mesa un pequeño hacha", p. 80).

PALABRA DE AUTOR

- ¿No ha ejercido usted ningún trabajo, ni como escritor, que sintiera apasionante y propio?

- Aunque tuve trabajos donde me sentía como mis personajes, hoy soy un afortunado. Pero vivo rodeado de amigos cuyos trabajos no son ni vocacionales ni apasionantes. Su malestar es lo habitual, lo mío es excepcional.

- ¿La actual crisis muestra que la mano invisible del mercado ha perdido virtuosismo y musculatura, o más bien al contrario?

- La mano invisible smithiana es hoy una mano negra que además nos está birlando la cartera sin disimulo. Y de invisible tiene poco.

- ¿Se siente cómodo en la casilla de autor "político"?

- No conozco ninguna novela que no contenga ideología. Pero sólo la vemos cuando intenta apartarse de la ideología dominante.