Lorenzo Silva. Foto: Mitxi

Destino. 350 pp., 19 euros

La novela de Lorenzo Silva se lee con el interés de las buenas historias, con curiosidad por entrar en el fondo de tipos humanos ricos y diversos.

Narrador bastante versátil, Lorenzo Silva (Madrid, 1966) se ha internado ya en ocasiones anteriores en territorios narrativos que acoplan ficción, documento y testimonio personal, o que optan por el reportaje y el estudio. Así lo ha hecho respecto de nuestra vieja aventura rifeña, de la actual guerra de Irak o de la Guardia Civil. Estos escritos tienen un papel seminal en la ideación de Niños feroces, aunque ésta no guarde relación alguna directa con ellos. La mezcla de invención, documento y análisis cercano al ensayismo con su punto de tesis se resuelve en una novela, sin que haga falta la socorrida justificación de los flexibles límites del género para catalogarla así.



Niños feroces es en su dimensión más inmediata la novela de una novela: un joven escritor, Lázaro, recibe lecciones y espaldarazo de otro veterano y consagrado, quien le brinda la historia de Jorge, un voluntario de la División Azul, para que la cuente. La peripecia de Jorge, que llega hasta la rendición alemana, constituye el meollo anecdótico de la ficción. Estas dos líneas se completan con otros varios materiales: reflexiones sobre la obra en marcha y su género, comentarios acerca de obras ajenas (novelas, películas y análisis) y observaciones a propósito de fenómenos de hoy mismo (el movimiento de los "indignados" o la intervención militar española en el extranjero). Lázaro data el final del libro que leemos el 11 de junio de 2011 y de esta manera el doble trasfondo intencional de la obra, el ideológico de la España franquista y el genérico de la condición humana, adquiere virtualidad de algo actual, concreto y vivo.



El juego de materiales que se enredan como las cerezas lo controla Lorenzo Silva con pericia gracias al trabajo solvente de un buen profesional. Dos reservas, no obstante, merece el puzle. La primera afecta al escritor mayor, figura poco creíble, de papel forzado y comportamiento mecánico. La otra se refiere al estilo. Debe aclararse que el estilo de la novela no es el del autor real, Silva, sino el del autor joven en su escritura o manifestaciones y el del autor mayor en sus conversaciones. Tanto uno como otro abundan en fraseología tópica y en expresiones envaradas. Ambos hablan con retórica libresca y la obra, en general, aunque de corrección idiomática impecable, sufre de insensibilidad para la lengua conversacional.



Estos reparos apenas afectan, sin embargo, al positivo efecto de conjunto de la obra. Soy incapaz de explicar por qué ocurre, pero Niños feroces se lee con el interés de las buenas historias, con curiosidad por entrar en el fondo complicado de tipos humanos ricos y diversos, por saber la trama enrevesada de pasiones que han tejido la historia española y universal penúltimas y por asomarnos a los horrores (y alguna grandeza) de nuestra especie. También, pasajes como el que refiere los días finales del Berlín nazi logran un impacto emocional intenso gracias a su vigor y plasticidad. A desdén de las limitaciones indicadas, estamos ante una novela ("o lo que sea") que suma a su amenidad una propuesta abierta al lector para que reflexione sobre el encallecido misterio que llamamos vida. En ella se percibe, además, la ambición de los grandes escritores de forzar sus posibilidades y conseguir un artefacto complejo en la forma, denso de pensamiento, lúcido en su alcance moral a la vez que narrativamente muy comunicativo.