Élmer Mendoza. Foto: Enrique Serrato
Podría uno quedarse en el hecho de que Élmer Mendoza (Culiacán, México, 1949) escribe muy buenas novelas policiacas, un territorio en el que siempre se ha movido con una comodidad apabullante. Pero parece más fructífero considerar que el autor se vale de este género para hablar con lucidez del mundo contemporáneo y de la existencia humana. Lo hizo en Balas de plata, su anterior trabajo, y vuelve a demostrarlo en esta La prueba del ácido.Ambas obras comparten como protagonista a su detective, Edgar "El Zurdo" Mendieta, y un mismo trasfondo: la auténtica guerra que cada día se libra en las calles de México a propósito del narcotráfico y el control del poder entre los distintos cárteles (todos contra todos) y el gobierno de la nación. El asesinato de Mayra, una hermosa bailarina de club, el hallazgo de su cuerpo mutilado en un campo, dará pie a una alambicada investigación (series y series de pistas, pesquisas e interrogatorios) que coincide con el comunicado del gobierno mexicano de endurecer sus acciones contra los jefes de la droga. Un anuncio que se recibe con un escepticismo secular: "¿Vieron la declaración del presidente?... Le está declarando la guerra al narco, ¿sabes cuántos policías pueden morir? Todos. El tipo no sabe lo que dice. Lo bueno es que dice algo, ¿se imaginan un presidente mudo?... Tranquilo, todos lo hacen y al final no pasa nada" (p. 19) o "Esos del gobierno no tienen idea del pinche alacranero que se están echando encima" (p. 171). Se irán sucediendo los crímenes en lo que va conformando un verdadero parte de guerra (otras bailarinas, agentes del FBI, políticos, traficantes de armas, ajustes masivos de narcos y "narquillos") mientras el detective protagonista encuentra toda clase de trabas institucionales (burocracia policial-judicial-política) y cortinas de humo para dar al traste con su trabajo. El Zurdo Mendieta, personaje que se hace querer, es un obstinado policía cuarentón convencido de ser un don nadie ("una pinche sombra"), pero animado por un último, rebelde, sentido de la justicia en medio de un mundo de lobos donde las traiciones y la absoluta impunidad de los culpables están a la orden del día. "Uno no puede vivir en una ciudad en la que, cuando no eres víctima de su gente, lo eres de los visitantes", lamentará el detective en p.198. Entre tanta corrupción, sabe definirse con gracia e ironía en p. 239: "Soy demasiado pendejo y todavía un poco honesto".
La obra es una narración intensa y concentrada, distribuida en 44 capítulos, que requiere verdadera atención por parte del lector (no es lectura fácil o ligera) para no perderse entre decenas y decenas de personajes, peripecias y coloquialismos. Pues una de las cosas que asombran en el modo de escribir de Élmer Mendoza es su capacidad para hacerse cargo de tramas increíblemente complejas apoyadas en los registros de habla de los hampones de uno y otro signo. Su conocimiento y estiramiento del habla grupal, integrado en veloces diálogos, resulta magistral, como lo es su manejo del humor negro y la ironía, una ironía que le hace llegar a sabias conclusiones acerca del papel del hombre en este mundo. El libro parece querer advertirnos, como en p. 101, contra el peligro de los todopoderosos: "Un tipo que tiene todo se anima a todo".