Norah Lange
Sólo el machismo imperante en la época propició que suela mencionarse a Norah Lange (Buenos Aires, 1905-1972) más por ser la belleza de origen noruego que provocó cataclismos anímicos en Borges -al transformarse en desdeñosa musa esquiva y en esposa del poeta Oliverio Girondo-, que por su talla de grandísima escritora. Afortunadamente, Barataria rescata este Personas en la sala, obra de 1950 con un brevísimo pero certero prólogo de Carola Moreno, una novela hipermoderna, adelantada a su tiempo, que cuenta la creciente obsesión de una chica de 17 años por espiar desde su cuarto a tres mujeres que viven en la casa de enfrente, tres estáticas hermanas treintañeras, solteronas que guardan celosamente el secreto de un pasado que las maltrató y las dejó fuera de juego.Parecería poco asunto en tiempos de Internet, web cams y vidas permanentemente televisadas. Lo parecería si Norah Lange no fuese una gran narradora capaz de trascender la anécdota y hacer crecer el suspense y la tragedia conforme avanzamos por las páginas. Lejos de quedarse en la minucia de la contemplación, el libro habla también de los fantasmas e indefiniciones de uno mismo. En un mundo aún de coches de caballos y primeros teléfonos, la apasionada e impresionable protagonista ve en sus vecinas "el comienzo de una biografía inesperada" y su observar tiene mucho de invención, conjetura e interpretación, de atribución de secretos y hasta culpas ("porque ignoraba casi todo" p. 132). El deseo de cruzar la calle y llegar a conocerlas se va incrementando también entre ráfagas de amor-odio. La observadora necesita de su objeto cotidiano y hasta de la confesión de su falta.
Cuando todo parece estancarse, el desdoblamiento personal en esas tres figuras, tras la escena del telegrama y el encuentro en la oficina de correos, el descubrimiento de que una de las hermanas usa la misma voz que la protagonista, hará virar la historia con acierto hacia un fecundo relato de fantasmas, parecidos, posesiones y pertenencias recíprocas. Hay en las tres figuras enmarcadas en su salón, en su lugar diario "invariables y queridas", un inquietante aire de autómatas de Hoffmann. En la parte final de la misteriosa y breve visita de un hombre a las tres mujeres (p. 59-61) -punto de inflexión del libro-, la intensidad y lucidez de Norah Lange recuerda a la mejor Virginia Woolf en La señora Dalloway. La prosa de Lange es cuidada y poética.
En medio de su derroche de imágenes y asociaciones hay un gusto clásico que busca solidez y tierra firme más allá de experimentos de vanguardia. Algunas de las imágenes se erigen ante el lector como auténticas señales: desde esa inicial tormenta con relámpagos, al caballo muerto en plena calle, una importante carta quemada antes de abrirla, un vestido celeste, o esos hermosos guantes largos de cabritilla blanca sin estrenar, dejados para siempre en el recibidor, rociados aún de un "talco remoto", símbolo perfecto del abandono y desdén que las tres mujeres padecieron. Hay gran literatura concentrada en esa escena de los guantes (p. 72-73). Las conversaciones y confesiones quedan esbozadas sólo a medias, pero plagadas de certeras contraseñas. El trastorno se abre paso entre frases enigmáticas, en el espacio entre lo meramente pensado y lo brutalmente dicho a las claras como si ya no pudiese contenerse más tiempo.