Acantilado. Barcelona, 2011. 119 páginas. 19 euros

El Brañaganda que ocupa el título de esta novela de David Monteagudo (Viveiro, Lugo, 1962) es un topónimo, un lugar imaginario de concreto aunque impreciso emplazamiento. Se encuentra en Galicia, en la garganta de un verde valle, cercano al mar, que algunos días se percibe desde sus montañas. El argumento se sitúa en la postguerra civil, todavía en plena vigencia de sus consecuencias peores. Si la época que enmarca la acción coincide con la persistente moda actual de recuperar la memoria histórica, poco tienen que ver los intereses de Monteagudo con la reivindicación del recuerdo de las atrocidades franquistas. Está presente, sí, aquella sociedad oprimida por el fanatismo mediante oportunos apuntes de la violencia irracional falangista, del autoritarismo de la Guardia civil o de la atmósfera de temor en que discurría la vida cotidiana. Pero estas notas ambientales -muy vigorosas, por cierto-, casi imprescindibles para recrear un tiempo marcado por la contienda, apenas determinan el asunto del libro.



Si poca relación guarda Monteagudo con esta línea dominante de nuestra narrativa actual, menor aún la tiene con el resto de sus temas habituales. Brañaganda se distingue por el rasgo extraño de rescatar con gran pureza el relato rural. Como en los antiguos dramas rurales, se plasman formas de vida primitivas, se recrea un medio ajeno a la modernidad y se pinta una situación económica y material de máxima precariedad. En suma, nos adentramos en un mundo aislado donde todavía se viaja a la pequeña ciudad próxima a lomo de animales. Ni siquiera la hermosura del paisaje, sentida y trasmitida por el autor en plásticas pinceladas, aminora la intensidad de una existencia al margen de la civilización.



Sería la excentricidad de esta preocupación bien curiosa si se pretendiera volver a una forma narrativa caduca y nada representativa de las sociedades occidentales de hoy, irreversiblemente urbanas. Sin embargo, no van por ahí los tiros, pues dicho encuadre se explica en función del otro rasgo, tampoco nada común, del libro, la presencia central de un lobishome, un hombre lobo que aterroriza a los pobladores de Brañaganda y su comarca cometiendo crímenes los días de luna llena con las pautas de un asesino en serie. De la mezcla de primitivismo, fantasía y suspense proviene la originalidad del relato, que es una novela de aventuras acoplada a una narración criminal y todo ello bajo la impronta de una fábula simbólica.



Brañaganda cuenta una anécdota clara. Refiere la distanciada reconstrucción de los enigmáticos crímenes que hace el hijo de la maestra local y su marido. El narrador evoca historias pasionales en su medio material y aborda el enfrentamiento entre la mentalidad escéptica y racionalista del padre y las creencias mágicas de los convecinos. La trama de aire popular y recursos folletinescos adquiere al cabo la envergadura de un cuento moral en el que el hombre lobo corporeiza las conciencias degradadas por una sociedad encerrada en sí misma a la cual aplica duro castigo colectivo.



La escritura cuidadosa de Monteagudo, animada con oportunas imágenes y personificaciones, los personajes de sugestiva densidad y el suspense que arrastra en la lectura sostienen un libro de disimulada hondura, pues, si bien al principio parece otra cosa, es una estimable novela de pensamiento.