Manuel Vilas. Foto: Vicente Almazana

Alfaguara. Madrid, 2011. 208 páginas, 18'50 euros

Vírgil (Virgilio) y Fede (García Lorca) devoran helados de leche merengada en Cambrils. En París, Vin (Van Gogh) y Pablo (Picasso), disfrazados de Elvis Presley, se lo pasan a lo grande en la fiesta de un club de gordas. Corman Martínez, el último comunista, acomete la heroica misión de evaluar todos los MacDonald's del mundo. Dan (Dante) y Nefta (Neruda) toman cerveza para desayunar en Dublín. A Saavedra o SA (Cervantes), "el español más divertido y tolerante", le encanta la canción Cecilia de Simon & Garfunkel, y Jerry, su ayudante puertorriqueño, toma notas para escribir sus memorias. Ponti (Juan Pablo II), fan de Raffaella Carrà, entusiasta de los centros comerciales y devoto de los neumáticos, viaja por el mundo con Mother T (Teresa de Calcuta). Estas peregrinas historias, y otras bastantes más, y algunas tesis llamativas (Jesús fue un alcohólico profundo porque "su idea de que nos teníamos que amar los unos a los otros es una idea de borracho iluminado. La Última Cena fue una cena de bebedores profesionales, de grandes alcohólicos en conexión con el Gran Alcohólico Definitivo, o sea, con Dios") se encontrará en el año 22011 Aristo Willas, arqueólogo jefe de la perfecta e inmortal Galaxia Shakespeare, en un manuscrito que habrá de ser destruido por desvelar humillantes rasgos de sus antecesores los humanos.



Esta es la trama básica de Los inmortales que Manuel Vilas (Huesca, 1962) dispone al modo de hilo argumental para hilvanar un rosario de anécdotas imaginativas medio independientes, si no autónomas. Sólo la presencia bastante continuada de Cervantes, la intervención del propio Vilas o de sus hipóstasis y esporádicas reapariciones de algún personaje garantizan el mínimo de continuidad a una historia fragmentada. Es, pues, la visión del mundo y no lo anécdota lo que garantiza la unidad de los materiales misceláneos. Esa mirada consiste esencialmente en una perspectiva desmitificadora de la existencia. De todas sus manifestaciones históricas, desde el mundo clásico hasta el presente más inmediato. Y de la globalidad de sus contenidos: la cultura, la moral, la religión, la trascendencia o el trabajo.



La desmitificación se basa en poner en juego una libérrima creatividad que transgrede las convenciones de espacio y de tiempo y que aplica un humorismo dislocado, vanguardista y revulsivo. Sobre los ecos cervantinos que modulan el conjunto del texto, se monta una estética valleinclanesca que revela una realidad nueva. Si Valle Inclán paseó a sus personajes ante espejos distorsionadores, Vilas los sienta frente a una pantalla. En una escena capital de la novela, Corman Martínez y Vilas contemplan dos películas a la vez y sustituyen la voz de una por la de la otra. Nada se entiende. "Pero al no entenderse nada, todo resulta más transparente", comenta Vilas. Y es que la distorsión y el absurdo, el sinsentido, proporcionan iluminaciones reveladoras de la realidad.



La invención, el onirismo, los sueños de la razón o la provocación dadaísta nutren una fábula visionaria que, sin embargo, nada tiene que ver con la literatura fantástica. Al revés, lo que Vilas cuestiona o desenmascara es el realismo literario convencional con el propósito de sustituirlo por un realismo nuevo, un realismo que mete a puñados la realidad en el relato, que hace una especie de novela pop ilustrada con fotos caprichosas y repleta de datos inmediatos: Boca-Bits, Media Mark (y su eslogan, "Yo no soy tonto"), El Corte Inglés, la FNAC, marcas comerciales (Gillette, Samsonite, Bosch, Miele, Myolastán)...



Este nuevo realismo hace tabla de muchas convenciones, las desacraliza, rebaja la alta cultura y asume la cultura popular, lo mismo la rockera que la consumista, se balancea entre la comedia y la tragedia, entre el humor lúdico y lo grotesco. Hay secuencias cálidas, llenas de ternura, y otras de expresión poemática. En este popurrí , el amor y la muerte, el dolor y el disfrute o la celebración de las letras conviven con apuntes sociales y un aliento regeneracionista. Todo, además, bajo el gran signo que diferencia al autor de sus coetáneos de nuestra actual narrativa innovadora, el alejamiento de impostados cosmopolitismos y un enraizamiento español sin complejos, lúcido, crítico y de alcance universal.



Los elementos básicos del arte narrativo de Manuel Vilas (inventiva poderosa, composición vanguardista, exhibición mutante del propio autor y personal estilo antibarroco basado en repeticiones verbales) constituyen la postmoderna cobertura de una novela tan creativa, juguetona, divertida y loca como vitalista, seria y profunda.