Thomas Wolfe

Traducción de Juan S. Cárdenas. Periférica. Cáceres, 2011. 93 páginas, 15'50 euros

Thomas Wolfe no llegó a cumplir 38 años. La tuberculosis interrumpió una obra en marcha, que ya había encadenado cuatro novelas, infinidad de cuentos, varias piezas dramáticas y una dilatada serie de fragmentos, que trascienden su carácter embrionario, evidenciando que lo inacabado también es un género literario. Thomas Wolfe nació en Asheville en 1900 y murió en Baltimore. Conoció una época convulsa, llena de fatigas y penalidades, que arruinó los sueños de su generación. Su literatura refleja esas tensiones con una prosa de un lirismo desbordante, reflexiva e innovadora, que despertó la admiración de William Faulkner y Sinclair Lewis. El niño perdido es una novela breve compuesta y reelaborada en las postrimerías de su vida, que se divide en cuatro secuencias de asombrosa perfección formal. Ambientada en 1904 y con la Exposición Universal de Saint Louis como referencia temporal y simbólica, reconstruye la historia de la familia Wolfe. Hijo de un tallador de piedra que esculpía lápidas, Thomas creció con siete hermanos. Sus padres acabarían separándose, pero antes se trasladaron a Saint Louis, donde compraron una casa para convertirla en alojamiento para los visitantes de la Exposición. El cambio de residencia coincidió con la enfermedad y muerte de Grover, un hermano de doce años, cuya madurez y sensibilidad imprimieron un recuerdo indeleble en sus seres queridos.



La narración se divide en cuatro voces, concediendo alternativamente el protagonismo a Grover, su madre, una hermana y el propio Thomas Wolfe. La perspectiva de Grover es la de un niño aturdido por la belleza y la crueldad del mundo, que se detiene ante los escaparates de su ciudad natal y que se complace en la soledad, sin caer en el menosprecio de sus semejantes. Sus sentidos le permiten captar el misterio de las cosas, su desapercibida elocuencia, su impaciencia por existir por sí mismas, sin preocuparse de su utilidad o necesidad. Grover intuye la impotencia del lenguaje para reflejar el prodigio de la vida. Wolfe presupone que las palabras nunca podrán ser tan incisivas como la mirada febril de un niño de doce años con una mancha de nacimiento en el cuello. Sólo unos ojos que conservan una inocencia adámica pueden sentir la respiración de una Plaza, donde se advierte el latido del centro de la Tierra. Thomas Wolfe no utiliza la primera persona para recrear la peculiar intimidad del hermano perdido. Un narrador impersonal se limita a merodear por un interior que ha conocido tempranamente la finitud y el imparable devenir de todo lo que existe, incluida una conciencia abo- cada a disiparse prematuramente.



La voz de la madre es particularmente conmovedora. Al evocar el viaje hacia Indiana, descubre que "todo regresa como si hubiera acudido ayer". La herida se abre al recordar a aquel niño "tan grave, tan serio, tan pensativo", que observaba con un sereno ensimismamiento los huertos y los manzanos, las granjas y los establos, sus zapatos gastados y el imperceptible aleteo del Tiempo. La voz de la hermana no es menos dramática, pero está ligeramente deformada por un estupor que produce una muerte inesperada. "Sólo tenía doce años y qué adulto nos parecía a todos… Todo vuelve como si hubiera ocurrido ayer. Y entonces se va y parece lejano y extraño como si hubiera ocurrido en un sueño…" Thomas Wolfe se introduce en el relato, con una visita a la Casa donde murió Grover. Entonces sólo tenía cuatro años, pero ha crecido bajo el peso de su ausencia. Apenas han sobrevivido unos pocos recuerdos, imágenes incompletas y difusas de un hermano con una "vieja y maltratada boina" y unas medias gruesas a la altura de los tobillos, que se extinguió poco a poco, como el pábilo de una vela, revelando que el ser humano es una "cifra irrisoria", "un átomo sin nombre". La América de Thomas Wolfe es árida, ingrata, poética, dolorosa, imperfecta, un territorio casi infinito donde el hombre sólo es un náufrago a la deriva.



Después de finalizar El niño perdido, no aparece la serenidad, sino la aflicción. Todos somos niños perdidos, todos somos "extranjeros en la vida", exiliados en un mundo que discurre ajeno a nuestros deseos. La literatura nos devuelve fugazmente lo vivido, pero sólo para recordarnos que las pérdidas son irreversibles.