Paul Auster. Foto: Clarin.com

Traducción de Benito Gómez. Anagrama. Barcelona, 2012. 243 pp., 18'90 euros. Ebook: 14'95 euros

Como Joyce, sabemos que la nieve cae "sobre todos los vivos y sobre los muertos". Diario de invierno empieza con nieve y una certeza: eso que nunca iban a pasarte te pasará. Aquí están los resortes del libro: la certeza de la muerte, aunque igualmente la del amor, cuando llega el final de una vida.



Paul Auster (Nueva Jersey, 1947) es, esencialmente, un escritor seductor. Las páginas autobiográficas de Diario de invierno, en las que se alza sobre sus sesenta y cuatro años para echar la vista atrás, me convencen cuando apuestan por un registro, digamos, lírico y el autor se atreve a establecer rimas internas de lo más curiosas, como al enlazar ladillas con mariquitas en una pirueta tan audaz que tendrás que restregarte los ojos, incrédulo. Por ejemplo, hay un pasaje muy bueno en el que va hilando un espectáculo de danza, su propio renacimiento como escritor y la muerte (¡tantas veces explicada ya!) de su padre, para acabar revelándonos que "escribir es una forma menor de la danza".



Y lo cierto es que los pasos de baile austerianos son de una elegancia admirable. Elegancia y seducción, por tanto: lo sorprendente de este libro es que hable de muerte y de amor desde el reconocimiento de su condición inexorable, y pese a ello el estilo y el ritmo mantengan esa levedad, en el sentido de Italo Calvino, tan atractiva que es propia del autor. A ello contribuye el narrador en segunda persona: Auster conversando con Auster, no se me ocurre nada más austeriano.



Sin embargo, algunas prevenciones. El lector habitual de Paul Auster se dará de bruces con una buena cantidad de historias que ha leído en infinidad de ocasiones. Ya se sabe, Auster es un escritor erizo, recurrente, insistente. En principio, ningún problema: Vauvenargues decía que "es más fácil decir cosas nuevas que conciliar las que ya se han dicho". Presentadas mediante nuevas combinaciones, vistas a nueva luz (y la nieve refleja la luz con peculiar intensidad), las anécdotas de Auster, sus casas y sus matrimonios, sus libros y sus andanzas, adquieren nuevos matices. Ahora bien, no es lo mismo un tema que un cliché, ni tampoco un cliché propio tiene el valor de uno de uso corriente. A veces, en Diario de invierno, Auster no revisita sus temas, lo que está muy bien, sino que cae en el cliché autorreferencial o, lo que es mucho peor, en clichés ajenos: por ejemplo, en alguna de sus proclamas de amor eterno o al hablar de una "herida en su interior".



Luego, está ese espíritu de enumeración que se relaciona con la voluntad de escribir "un catálogo de datos sensoriales". Diario de invierno es una crónica del cuerpo de Auster, hay una fisicidad agresiva en la obra, y para lograrla el autor se empeña en convertirlo todo en un listado: el recurso parece traducirse en una plegaria bellísima, al principio; en un jueguecito afrancesado, a media lectura; y en algo muy parecido a una letanía, hacia el final. Listas de casas en las que ha vivido, de las porquerías que comía de pequeño, de las cicatrices que acumula su piel, de gestos… En las últimas páginas, un giro precipitado, pero resultón, pone la pelota sobre algo así como el "espíritu", pese a todo.



Diario de invierno es un libro atravesado por presencias poderosas. Algunas son centrales, como la madre; otras son menores y sin embargo perdurables, como esa fugaz mujer africana que sólo mueve sus piernas aunque con ella parece moverse el mundo. Y está Siri, claro. Al cerrarlo, los fogonazos de belleza son tan determinantes como sus arritmias o zonas cenagosas. Y para el lector de Auster, en fin, es otra habitación de casa.