Carlos Abella. Foto: Juan Carlos Hidalgo
Cuando acaba la lectura de un libro como éste, Las cartas del miedo, de Carlos Abella, la primera consideración no se limita a releer los méritos que exhibe la solapa de quien lo firma: economista, autor de ensayos, biografías políticas y taurinas, que hace su primera incursión en la ficción para convertir los últimos días del régimen franquista en su personal crónica novelada. Lo que sorprende y anima a reconsiderar los detalles de su escritura es la cuidada administración de todos los pormenores: por un lado, el realismo al que supedita el tono, las presencias que lo habitan, la estructura y la disposición del discurso narrativo; por otro la ficción, tan real, tan realista, que la mezcla de personajes reales y ficticios lleva a pensar que todo lo que no está tomado de la realidad funciona como si así fuese. Empezando por el marco de la acción, ubicada en Madrid y fechada entre el 19 de octubre y el 22 de noviembre de 1975, días decisivos entre el final de un régimen y el impulso de un tiempo nuevo; y siguiendo con la perspectiva adoptada: un narrador protagonista, el joven periodista Fernando del Corral, será quien aporte la sensibilidad de un observador mediático para transcribir un histórico mes, que coincide con sus primeros pasos en el periodismo en un momento en que su periódico está librando una batalla por el control de la información, y hacia fuera se despliega toda una trama de jueces corruptos e infiltrados en la policía, que encuentra justificación en las fracturas que dejó la guerra, y en la expectación ante el inminente futuro.Ahora bien, es el artificio del testimonio de un asesinato el que ahorma la crónica (periodística, social y política) novelada de esos días. Corral persigue el relato de lo que fue su aterrizaje en ese oficio, que aparece reivindicado en sus valores sustantivos, relatando en pasado la investigación de un asesinato del que fue testigo, el de Eduardo Romero: republicano recién llegado a España de su exilio, personaje incómodo para muchos, a juzgar por el afán por encubrir las razones de su muerte. Su personalidad se reconstruye desde las cartas que le hacen llegar, "las cartas del miedo", y van entreveradas en la acción exterior, sobre la que avanzan los días de este periodista que persigue hacer justicia desde sus crónicas, con el beneplácito del director adjunto de su periódico. Nombres reales y situaciones ficticias vertebran la trama que no escatima recursos expresivos para documentarla con rigor: portadas y titulares de aquellos días, partes médicos de la enfermedad de Franco, cartas testimoniales…
Y en esa línea de guiños y atenciones para el recuerdo, el lector reparará en que, buscando ampliar el sentido de lo narrado,el libro se cierra con unas palabras que remiten al título, tomadas de La voz dormida, de Dulce Chacón: reivindicación y homenaje a los documentos epistolares, a su valor humano como testimonio vital y a su consideración de fuente histórica.