Jesús Ferrero. Foto: Fernando Alvarado

Alianza. Madrid, 2012. 314 páginas. 18 euros

En la veintena larga de novelas que ha publicado hasta ahora, Jesús Ferrero (Zamora, 1952) ha acreditado un indudable interés por explorar motivos, temas e historias de muy distinta naturaleza. Pocos autores ofrecen como él tanta diversidad en el enfoque de sus narraciones; pocos, al mismo tiempo, se muestran tan inclinados como él a situar las historias en marcos geográficos de países extranjeros, a veces muy lejanos. Esta especie de cosmopolitismo literario vuelve a cumplirse en esta ocasión. Las acciones de El hijo de Brian Jones transcurren en Nueva York, en torno a un grupo teatral que actúa en Broadway en el que figura como cantante un supuesto hijo del conocido cofundador de los Rolling Stones, cuya muerte por ahogamiento en plena juventud sigue desatando hoy conjeturas y sospechas no disipadas, a las que ahora se añade una más, tampoco segura.



Alexis, el hijo natural del legendario instrumentista, se convierte en el centro de la historia. Su frágil y delicado aspecto, su talento musical y sus facultades vocales le proporcionan un magnetismo que atrae irremisiblemente a cuantos lo rodean. El diseño del personaje, concebido como una prolongación fiel de su padre biológico por su aspecto físico y sus aptitudes, lo convierte en la representación de un espíritu puro, acendrado defensor de los humildes, como se advierte en su enfrentamiento con los brutales policías que tratan de llevarse a una muchacha que ha cometido un pequeño hurto (pp. 165-167) y que más tarde serán quienes asistan, con actitud impasible y hasta desalmada, al atropello de Alexis (pp. 269-271).



Alexis vive tan alejado de la realidad que hasta su protectora abuela tiene que encauzar sus inclinaciones sexuales y procurarle el adoctrinamiento necesario. A su alrededor, los tipos principales -sobre todo Gloria y Julián, el narrador de la historia, pero también otros de menor peso, como Martin- son satélites que giran en la misma órbita y dan consistencia al personaje con sus diversas perspectivas, algunas demasiado definitorias (véanse los pensamientos de Julián en pág. 277). El trágico final hace pensar en que las vidas de Julián y Gloria, incluso cuando el tiempo haya convertido los sucesos en recuerdos lejanos, no serán ya las mismas tras haber pasado ambos por la experiencia de convivir con un ser excepcional. Todo lo cual, sin embargo, no justifica el énfasis con que a veces se habla de él, como cuando Gloria afirma: "Empiezo a vislumbrar todo lo que he perdido con Alexis. He perdido su amor absoluto, un amor más allá de toda definición, su amor más grande que el sistema solar y que todo el universo" (p. 282), donde ni el verbo "vislumbrar" ni el símil del sistema solar encajan en la queja dolorida del personaje.



El carácter excesivamente literario se produce en varios pasajes dialogados, y también se produce un desajuste en el uso inesperado y poco recomendable de la segunda persona narrativa que, fuera del diálogo -donde tiene su lugar natural-, rompe la unidad del discurso: "Detenido en la Segunda avenida, la noche se le antojaba amplia y sonora […] Daba igual en qué lugar de Manhattan te cobijaras: continuamente tenías las sensación…" (p. 242). O bien: "Captaba todas las pepitas de cada flor […] y le parecían figuras sagradas siguiendo una geometría sagrada. Te podías perder completamente en cada girasol y a la vez te podías extraviar…" (p. 254). Fuera de esto. Sólo cabría anotar algún descuido que una corrección atenta hubiera podido evitar, como ese cotidiano y enojoso "punto y final" (p. 22) que muchos parecen haber adoptado erróneamente como norma.