Clara Sánchez. Foto: Iñaki Andrés

Destino. Barcelona, 2012. 475 pp., 20'50 e. Ebook: 13'99 e.

Tras la decena de novelas que constituyen hasta ahora el haber novelístico de Clara Sánchez (Guadalajara, 1955), es posible percibir con claridad algunos de los vectores esenciales que orientan esa producción. Sin ir más lejos, esta obra recuerda en muchos aspectos la anterior, Lo que esconde tu nombre (2010), y no porque las historias de ambas narraciones tengan semejanza alguna, sino porque el tema nuclear (la búsqueda de una verdad oculta durante años, la indagación de un antiguo delito escondido bajo las apariencias de una vida normal) es idéntico, a pesar de la divergencia de personajes, escenarios y peripecias que lo transmiten.



En la novela anterior se trataba del descubrimiento de antiguos nazis refugiados bajo la imagen de unos apacibles jubilados en un pueblo mediterráneo. Aquí se aborda un asunto también sin duda real, pero que, como el anterior, ha llegado a las páginas de los periódicos después de ser tema central de multitud de películas y telefilmes que lo han difundido desde hace años hasta convertirlo en una moda: el trueque o venta de recién nacidos y las adopciones ilegales. El parentesco entre ambas novelas se refleja igualmente en algunos detalles similares: las artimañas para entrar en la casa de los supuestos nazis tienen su equivalente en los trucos de Verónica para introducirse en el hogar de Laura.



Por otra parte, si en el esquema narrativo de Lo que esconde tu nombre se traslucía el de Encadenados, la película de Hitchcock, una parte de Entra en mi vida -la retención forzada de Laura en su casa a base de sedantes que la debilitan- recuerda inequívocamente el encierro de Alicia Huberman antes de ser rescatada por Devlin en la obra de Hitchcock. Todo esto significa que en las dos novelas existe un fondo de intriga y el subsiguiente proceso de investigaciones, con sus momentos de tensión y suspense.



Ha hecho bien, sin embargo, Clara Sánchez en alejarse todo lo posible de los mecanismos de la narración de misterio y de la crónica periodística para centrarse en los aspectos psicológicos de una familia cuya madre, Betty, está obsesionada por la convicción de haber sido despojada de su primera hija con el pretexto de que había muerto al nacer. Quedan cabos sueltos (la procedencia de la foto que guarda Betty, la aceptación por parte de la familia del nombre de la supuesta hija, a la que no llegaron siquiera a ver, etc.), pero lo esencial es asistir a la progresiva toma de conciencia de Verónica, que, sobre todo tras la muerte de su madre, pone su mayor empeño en descubrir la verdad, arrostrando toda clase de dificultades y en contra del parecer y los consejos de su propia familia, tan sólo "para recompensar a su madre de los malos ratos que este asunto le había hecho pasar" (p. 441).



Esta maduración psicológica de Verónica -y no tanto la de Laura cuando descubre la mentira en que ha vivido- puede destacarse como un logro notable, por la sutileza de los detalles que la autora ha acumulado sobre ella, entre otros aspectos de la novela, cuya construcción es más bien elemental y un tanto mecánica, con su alternancia de capítulos dedicados a Laura y Verónica en el entorno de sus respectivas familias, como dos vidas paralelas y contrapuestas. Y hay personajes desdibujados y de escaso relieve cuya función es, como mucho, de carácter instrumental, como Mateo, el doctor Montalvo, la fantasmagórica ayudante del detective Martunis o la Vampiresa.



La única vida interior que sentimos latir en los personajes es la de Verónica, junto con su madre y, en menor medida, Laura. Los demás son perfiles borrosos o un tanto acartonados y obedientes a dechados conocidos, como el de Lilí. Por otra parte, la historia está narrada sin grandes alharacas, con una prosa funcional y en ocasiones un tanto prolija y repetitiva, donde sobran algunas trivialidades ("a día de hoy", p. 129; "el día a día", p. 260), algunas concordancias erróneas ("decirle a sus amigos", p. 98; "lo inmensamente feliz que podríamos haber sido", p. 211), algún giro con tufillo anglosajón ("Mi nombre es Verónica" [p. 148], por "me llamo…") y alguna incongruencia, como el hecho de que, para salir a la calle, Laura ponga a su madre el abrigo de visón y luego se dedique a peinarla y maquillarla con esmero (pp. 239-240).