Traducción de Jon Bilbao. Libros del Silencio, 2012. 256 páginas. 17 euros

Leyendo Tempestades de acero, esa extraordinaria memoria de la I Guerra Mundial, me pareció observar que Jünger aludía con frecuencia a la condición fantasmal, entre soñada y nebulosa, de los hombres que se iba encontrando: una enfermera en la retaguardia, los civiles que asomaban a las calles después de cada bombardeo... En cambio, las balas o la trinchera se consignaban con exactitud tangible. Los hombres sólo parecían adquirir por completo igual precisión al convertirse en soldados o cadáveres. Las certezas eran de metal o fuego.



No es que El caníbal, de John Hawkes (Stamford, 1925-Providence, 1998), guarde relación con Jünger, pero esta novela sobre la guerra -porque no creo que su tema sea en concreto la II Guerra Mundial, que también- y la posguerra tiene mucho de relato de fantasmas. A veces, esos espectros lo son literalmente, y aparecen rodeados de "blandas ofrendas fecales"; otras veces son sólo supervivientes que "parecían llevar vivos, o muertos, muchos siglos".



El libro es muy bueno: en 1949 supuso el magnífico debut de Hawkes con 24 años; en 2012, muy bien traducido al castellano por Jon Bilbao, es un firme candidato a rescate editorial del año (¿alguien ha dicho Gótico carpintero…?). Al autor, que cae en la generación de John Barth y ha sido reivindicado como referencia por Thomas Pynchon, se lo suele asociar con el arranque del posmodernismo. Y es que en el horizonte de El caníbal, como en el de La pata del escarabajo (Meetok, 2011), se intuyen la entropía pynchoniana o el delirio obsesivo de algunos personajes posmodernos. Pero maticemos que la obra se explica igual de bien mirando hacia el existencialismo, con deriva sobre la ausencia de Dios incluida; o hacia el absurdo.



El caníbal presenta una historia extraña sobre una ciudad alemana, al término de la II Gran Guerra, en la que se está fraguando un disparatado plan para rehacer la grandeza de la Nación, humillada por la derrota y el paso de los soldados americanos. Con esta trama de fondo, y con la pensión de madame Snow como aglutinadora, Hawkes pone en circulación a unos individuos cuya desolación complacería al Döblin de Berlin Alexanderplatz.



A Bradbury le parecía que El caníbal es una "novela hiper-gótica", y yo añadiría que su simbolismo desatado (¡Niebla! ¡Un manicomio! ¡Niños perturbadores!), conforma una escenografía peligrosa, por demasiado reconocible, que sin embargo aquí funciona de maravilla. Ello se debe a la admirable escritura de Hawkes, quien lo mismo convoca una imagen desgarradora ("una ventana se rompió como el pecho de una muñeca de porcelana") que se sirve de una solemnidad antigua para restaurar la dignidad de sus personajes, y estoy pensando en las muertes de los padres de Stella. Hawkes tiene un timbre profético, aunque la suya sea una profecía a posteriori.



En este sentido, antes he señalado que esta "profecía" no me parece específicamente ajustada a lo ocurrido en la primera mitad de los años 40. Insisto: mucho de lo que El caníbal tiene que decir sobre la guerra escapa a las peculiaridades históricas o metafísicas (perdonen que me ponga estupendo) de la II Guerra Mundial. De hecho, las referencias concretas al nacionalsocialismo o al frente de batalla real son escasas. Pero al mismo tiempo, sin duda Hawkes sabe muy bien qué está haciendo cuando alude a un paganismo solar y cruel que no cuesta asociar a la atmósfera de la época. O cuando el duque caza y descuartiza a un zorro sin que un detalle nos sea ahorrado. El caníbal, que a ratos resulta sorprendentemente europea sin dejar de ser nunca americana, merece mucho la pena.