Eduardo Mendoza. Foto: Domènec Umbert

Seix Barral. Barcelona, 2012. 350 páginas, 18'50 euros

No se anda con disimulos Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) respecto de la progenie de El enredo de la bolsa y la vida. En la primera página encontramos ya a un singular personaje suyo, el doctor Sugrañes, y en la siguiente el narrador aclara, "por si algún lector se incorpora al recuento de estas andanzas [mías] sin conocimiento previo de mis antecedentes", que estuvo recluido injustamente en el centro penitenciario para delincuentes con trastornos mentales que dirigía dicho especialista. Solo unas cuantas páginas después se alude a casos extraordinarios "como el de la cripta embrujada o el laberinto de las aceitunas" en los que intervino el narrador y que son los títulos de sendas obras de Mendoza protagonizadas por el mismo extravagante detective que ocupa el centro del nuevo libro.



Este planteamiento nos pone sobre aviso del tipo de relato que vamos a encontrar y requiere del lector una complicidad previa con la materia dislocada y burlesca que desfila por él. Ya no tendrá el destinatario que suspender la credulidad ante el torbellino de dislates del que va a tener conocimiento porque el autor le trata como a un amigo, casi un familiar, al tanto de las correrías del protagonista. Es como si le dijera: ya sabes con quién te encuentras, así que, ahora, a disfrutar. Lo cual, por otra parte, no es obstáculo para que el goce alcance también a quien no esté al cabo de la calle del popular y malicioso ciclo narrativo de Mendoza del que forma parte esta entrega.



En El enredo de la bolsa y la vida el innominado detective se ve enredado en la desarticulación de un atentado terrorista contra Angela Merkel que tendrá lugar en Barcelona con motivo de una fugaz visita de la canciller alemana a la ciudad. El reencuentro con su amigo y antiguo compañero del psiquiátrico Rómulo el Guapo dispara la acción. Tras el complot anda la policía, pero el investigador se adelanta y lo desbarata con la ayuda de una estrafalaria tropa de colaboradores: una estatua viviente, un mendigo africano albino, un repartidor de pizzas y una estalinista huida del Este, acordeonista callejera. También intervienen en los sucesos una ceremoniosa familia china que regenta un bazar, un charlatán, una policía irascible...



Mendoza lleva y trae este material humano guiñolesco a lo largo de una fábula concebida con altas dosis de creatividad anecdótica y verbal. La invención en los límites o dentro mismo del disparate preside un amplio número de peripecias de subida comicidad. La lengua ofrece un amplio repertorio de registros humorísticos. Se juega con la onomástica: el terrorista Alí Aarón Pilila, el hostelero don Rebollo, el Pollo Morgan, la adolescente Marigladys (alias la Quesito), la subinspectora Victoria Arrozales (Malaspulgas), el embaucador Lilo Moña (Pashmarote Pancha), el emigrante Kiwijuli Kakawa (el Juli) o el mozo de hotel Juan Nepomuceno (Jesusero). Se llega al rótulo inverosímil en el restaurante "Se vende perro" o en el bar "El rincón del gordo soplagaitas". Y se derrocha ingenio en la creación de idiolectos (el habla encumbrada del detective, los coloquialismos chispeantes de los chinos) y en múltiples juegos expresivos (parodia culta, abundante escatología plebeya, anfibologías, enumeraciones acumulativas...).



El estilo contribuye a asentar una atmósfera festiva dentro de la cual palpita una crónica irónica de este tiempo de la "crisis del euro" y de sus antecedentes inmediatos. Las relaciones sociales, usos y hábitos colectivos, el trabajo, la familia, la juventud, los negocios, el nacionalismo, las finanzas... van saliendo en escorzo a través de una óptica esperpentizadora que distorsiona la realidad para sacarle su fondo ridículo.



Una perspectiva satírica domina toda la novela, y como debajo de todo escritor satírico hay un moralista, Mendoza ofrece una estampa contemporánea llena de absurdo, un mundo ridículo y dislocado. Pero lo hace sin acritud, con muy buenas maneras, riéndose de todo y mostrando algo que me parece capital, una cervantina actitud de piedad ante tanto desconcierto y barullo. La farsa grotesca gira al fin hacia la comedia sentimental. La ristra de pirados de la novela no merece ni desprecio ni condena de su parte, sino afecto. No es exagerado hablar de ternura y esta carga emocional subterránea equilibra la frialdad distanciada de la sátira. Pero otro registro engloba los restantes: un humorismo iconoclasta y goliardesco que se salda con el logro de una novela eminentemente divertida.