Stephen King. Foto: Jimmy Malecki

Traducción de VV. AA. Plaza & Janés, 2012. 864 páginas. 26'90 euros

El nuevo tocho de Stephen King (Portland, 1947) se titula 22/11/63 en alusión al asesinato de JFK. King escoge la fecha para encabezar su novela porque estamos ante un relato de viajes en el tiempo. En esto el autor se comporta con un desparpajo desvergonzado: entramos en la despensa de un bar y aparecemos en 1958. Semejante quiebro es suficiente para lanzar al profesor de Secundaria Jake Epping, nacido en 1976, a una época que huele peor y sabe mejor, en la que "hay mucho menos papeleo y muchísima más confianza", y en la que los preservativos ya dibujan estrías "para el placer de ella". Su objetivo es descubrir si Lee Harvey Oswald actuó solo y desbaratar sus planes para hacer del futuro (que es el pasado y el presente) un lugar mejor.



Epping, protagonista noble y cercano de manual, no había nacido en 1958; pero Stephen King sí. De esta circunstancia nacen los mayores hallazgos del libro. Si la crítica ha destacado que 22/11/63 es una historia de amor romántico, yo matizaría: aquí lo importante es el amor de King hacia su propia memoria, y no tanto el pastelón (reconfortante) que vivirán Epping y la joven maestra Sadie Dunhill. Sus descripciones de locales, coches, comidas o artilugios vintage tienen una textura genuina. El verdadero compromiso de King con la novela reside ahí, y se nota. En esos pasajes hay añoranza y cariño. Yo, desde luego, prefiero su fascinación por el funcionamiento de un Ford Sunline que esos diálogos espetando: "eres lo mejor que me ha pasado nunca".



Me acerqué a 22/11/63 por dos motivos. El primero era divertirme, pero King tarda tanto en abordar el meollo de la trama que a ratos no solo tolera, sino que exige, la lectura en diagonal (¡no frunzan el ceño en señal de sospecha! Yo tiré de oficio y leí cada frase). Pero, sobre todo, me preguntaba por qué el autor había vuelto su vista a Kennedy. King es un hombre inteligente que, desde el best-seller, sabe conectar soterradamente con miedos, o culpas, activos en la sociedad americana. Entonces, ¿qué clase de rima deseaba establecer el novelista entre ambas épocas? ¿Cuáles de nuestras amenazas enlazan con los disparos de Dallas? ¿Y qué tenía que decir sobre el fascinante batiburrillo conspiranoico que ha engendrado obras maestras de la literatura (DeLillo) o de la impostura (Stone)? La respuesta a estas preguntas es una decepción.



Sí, hay paralelismos explícitos entre el Tea Party y la ultraderecha sesentera, o alguna alusión a Obama. Y más sutilmente, hay "tintineos" y sincronías que parecen aludir a la naturaleza oscura y mucilaginosa del Mal, que existía ayer y existe hoy. Pero 22/11/63 tiene más de bazar nostálgico que de otra cosa. Al descartar cualquier teoría de la conspiración, el autor de Carrie exhibe un higiénico, e inesperado, sentido común; pero también encorseta al máximo las posibilidades significativas, y las divertidas, de su fábula.



Los miedos que King intenta hacer emerger no necesitan a Kennedy porque tienen que ver con el núcleo familiar como potencial Leviatán: casi nada asusta en este libro, salvo la madre de Lee Harvey Oswald. Y sobre todo, el terror más profundo reside en la estructura física de la realidad: vamos, en el tiempo. Stephen King, que ya cumple los 65, aquí habla de envejecer, de saber que "el mundo apenas existe en realidad" y, pese a ello, sentir que las pérdidas son irreparables. ¿Les suena? El final del libro es bonito.