Juan Jacinto Muñoz Rengel. Foto: Nacho Alcalá
Antes de dirigir su primera película, Ciudadano Kane, Orson Welles vio una y otra vez La diligencia, de John Ford, convirtiendo su obsesivo visionado en lo más parecido a una clase de cine que recibiría jamás. Por los años que lleva en marcha la obra de Juan Jacinto Muñoz Rengel (Málaga, 1974), sus múltiples (y muy premiadas) pruebas en formato corto, todo apunta a que ha estado esperando el momento adecuado para debutar en largo, y que en todo ese tiempo ha estado nutriendo su estilo hasta sentirse preparado para zambullirse en una historia larga, y lo ha hecho con la seguridad que da una sólida y delirante voz (la del asesino torpe y kafkianamente enfermo M.Y.) que parece deberle mucho tanto a los rincones más estrambóticos de los clásicos que la pueblan (pensemos en el bizarro Esteban Arkadievich de Ana Karenina) como al sicario de la brutal Hit Man de Lawrence Block, obra que comparte espíritu con El asesino hipocondríaco, en el sentido de que ambas se fijan en la vida cotidiana del tipo que, como el detective, es contratado para llevar a cabo una misión que no consiste en algo bueno sino en matar.Pero empecemos por el principio. El asesino hipocondríaco es de origen argentino y sus iniciales son M.Y. Suele ir cada día al Starbucks de la calle Virgen de los Peligros con Alcalá porque su víctima también lo hace. Llevan un año haciéndolo. Porque no importa la de veces que M.Y. planee matar a Eduardo Blaisten, siempre fracasa. Y eso que sus métodos son imaginativos y que toma todas las precauciones posibles, pero no hay manera, las múltiples enfermedades que lo asaltan, sumadas al insomnio, le impiden consumar el encargo y el narrador (y asesino) se consuela pensando que no es el único genio asediado por la mala fortuna patológica.
Con la maestría propia de un gran narrador y un ingenio brillante y beckettiano (por aquello del prueba otra vez, fracasa mejor), Rengel aúna la fatal existencia de su protagonista con la de los resfriados (los reumas, alergias, trastornos gastrointestinales, epilepsias, infartos y un largo etcétera) que aquejaron a otros ilustres hipocondríacos (o meras víctimas) como Poe, Lord Byron, Descartes, Proust y Voltaire, y construye una fascinante (veloz, insólita) novela negra que es a la vez una oda al perdedor y un singular ejercicio metaliterario sin igual, que, de tan deliciosa, el lector querría que no acabara nunca.