Haruki Murakami.
Baila, baila, baila es una continuación autónoma de La caza del carnero salvaje, probablemente el libro que más me gusta de Haruki Murakami (Kioto, 1949). Sus páginas, publicadas en 1982, descubrían a un escritor capaz de convertir los pliegues de una oreja en territorio de misterios, y abrieron una larga etapa de plenitud que sólo parece truncarse a partir de 2004, con la anodina After dark y la aparatosa imitación de sí mismo que resultó ser 1Q84. Pero este bajón o el hecho (independiente de su literatura, porque las modas son otra cosa) de que entre nosotros empiece a ser rentable atizar a Murakami, no deberían hacernos olvidar que el japonés es un escritor notable. Baila, baila, baila, escrita en los ochenta entre dos joyas como Tokio Blues y Al sur de la frontera, al oeste del sol, no es una de sus novelas más redondas, pero en ella demuestra que un autor puede volver de visita a territorios propios sin ser meramente reiterativo.
El protagonista y narrador es un solitario de voz desconcertada pero circunspecta, expresiva en su inexpresividad. Su vida ha dado un vuelco perturbador no hace mucho, y al mirar al pasado siente que se ha "dejado desgastar". Sabe, además, que ha hecho daño a quien tuvo cerca. Entonces, guiado por intuiciones soñadas e improvisando un tono y unas peripecias a lo Chandler, se interna en el Hotel Delfín, un lugar que le pertenece aunque ya no lo reconoce. Allí le esperan una mujer hermosa que usa gafas y una criatura irreal que le dice: "no dejes de bailar mientras suene la música". Y el narrador baila a lo largo de 450 páginas, tal vez a ritmo de siete octavas, conectándolo todo y cabalgando fuerzas que son más él que él mismo.
Baila, baila, baila juega a ser una novela de investigación y en parte lo es, puesto que en ella el salingeriano Murakami sigue las pistas que nos llevan al refugio de los patos en invierno. El sentido del humor es chispeante y paródico, el estilo postindustrial y las metáforas, magníficas: sólo alguien con talento puede escribir que un corazón late como el Pac-Man sin fracasar. Como siempre en Murakami, asistimos a una prodigiosa amplificación del concepto de realidad, estirada mediante la imaginación o distorsionada por otra variante fraudulenta de la imaginación a la que el autor llama "ilusión", pura fantasía que "una vez creada, empieza a funcionar como una simple mercancía". El capitalismo especulativo, en suma, representado jocosamente como ese "conmovedor mundo de lo fiscalmente deducible".
Entiendo el desasimiento del narrador y me fascina el personaje de Yuki, esa niña que crece sola, con los sentidos atentos a cualquier vibración; así que no puedo no disfrutar con Baila, baila, baila. Sin embargo, seamos honestos: la novela no tiene el carisma de su antecesora, o de Kafka en la orilla; resulta en exceso divagante (que no digresiva); y en su cuerpo central, mientras se alargan pasajes como la estancia en Hawai, uno tiene la sensación casi física de que la superficie del libro se está combando y al texto le sale barriga. Por eso, si uno no conoce al autor, vale más empezar por otro título. Los lectores de Murakami, en cambio, tenemos buenos motivos para obviar esas flacideces.
Y es que en los mejores pasajes de Baila, baila, baila el japonés vuelve a mostrarse como un maestro del realismo daimónico. ¡Con qué seguridad logra que aparezca lo mágico, y cómo da nueva vida, estrictamente contemporánea, a miedos antiguos como el Holoceno! Por eso, al arrancar hablando de la autopista que durante unos años me entristecía tanto y me hacía sentir tan distinto de mí, me he permitido un capricho, sí, pero no arbitrario: porque el talento de Murakami consiste en alzar el mito justo frente a esa autopista, donde es más inesperado y donde, paradójicamente, tal vez está más vivo.