Ricardo Menéndez Salmón. Foto: David S. Bustamante
En el arranque de Medusa, alguien explica que al documentarse para su tesis doctoral sobre la iconografía de la maldad durante el siglo XX descubrió un impactante cortometraje que le llevó a indagar en la vida del pintor, fotógrafo y cineasta Prohaska. Ese comienzo proporciona los elementos centrales que Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) aborda en la novela.El gran tema del libro es el asunto acotado por la tesis. La actividad de Prohaska anuncia el debate sobre la función del arte. El tono discursivo remite a un planteamiento que se propone trasladar determinadas convicciones morales al ánimo del lector. Por otra parte, la distancia habitual en las obras literarias entre narrador y lector se suprime y el destinatario es objeto de interpelaciones. En fin, avanzado el libro se corrobora la sospecha de que narrador y autor son la misma persona. Este bucle de aspectos indica la complejidad de una novela de deliberada y agobiante densidad a pesar de su escasa extensión.
Algo más muy importante hay que añadir a lo subrayado: el mismísimo autor, rebasando los límites de la invención, dice sentirse copartícipe de la terrible experiencia de Prohaska, la de un observador de los horrores del siglo pasado, condición que indirectamente adjudica también al lector en virtud de los puentes que tiende el relato. Este conjunto de rasgos convierte la ficción en soporte de un discurso moral no abstracto que se dirige a la conciencia adormecida, evasiva o culpable de nuestra sociedad; en un alegato contra la historia de la civilización occidental desde la anterior centuria.
La intención revulsiva de Medusa se sostiene sobre la historia interesante y de sólido atractivo novelesco del protagonista. Prohaska es un alemán nacido en 1914 que padeció una infancia en extremo desvalida. De joven prestó sus servicios como documentalista en el ministerio hitleriano de propaganda, donde filmó con estricta impasibilidad los horrores nazis. Con igual actitud de contemplador distanciado de una realidad ominosa hizo grabados y pinturas testimoniales. También escribió páginas que reflejan la desazón anímica que avisa del trágico desenlace de su vida. Decidido a llevar una existencia sin rostro, plasmó anónimo la malsana condición humana. Aunque nada hizo por rectificar tanto oprobio, el resultado de su arte es un alegato estremecedor. ¿Tiene justificación esa actitud de percibir con tan lúcida nitidez la maldad y contentarse con su reflejo? Este es el viejo dilema de la responsabilidad del artista que Salmón plantea, pero no se para en él, porque el arte se proyecta desde la fábula al dominio de la sociedad, a todos nosotros, a quienes manifiestan, o manifestamos, compungida aversión a la barbarie como coartada de un mirar hacia otro lado.
El valiente y desasosegante tema no supone en sí mismo gran novedad, salvo por lo que tiene de rareza en las letras actuales. Novedoso y original es el modo de tratarlo. El autor construye una narración especulativa en los límites de la reflexión filosófica. Ni la menor concesión a la severidad del texto hacen la sintaxis discursiva y los cultismos del léxico. También se permite afirmaciones grandilocuentes y a veces sentencias retóricas, además de notas culturalistas refinadas que a veces producen el efecto de cierta pretenciosidad. Sin embargo, este relato duro y revulsivo abocado a agitar conciencias es una aventura narrativa de primer orden: algo así como dar encarnadura novelesca al ensayo. Esta original variante de la novela comprometida constituye una de las apuestas más personales y valiosas de nuestra prosa actual.