Manuel Rivas. Foto: Roberto Cárdenas

Alfaguara. Madrid, 2012. 160 páginas. 17'50 euros



En los "Agradecimientos" añadidos al final de este libro Manuel Rivas (La Coruña, 1957) explica que "tuvo su semilla en una serie que con el título Storyboard se publicó en el suplemento cultural Luces de Galicia de la edición galaica del diario El País" (pág. 201). Aquellas colaboraciones periodísticas concebidas como literatura memorial aparecen ahora revisadas e ilustradas con fotografías en un libro singular que puede considerarse como unas memorias de infancia y juventud escritas con la libertad que da la literatura entendida como memoria fermentada por la imaginación, por decirlo con palabras del gran novelista portugués Lobo Antunes. Porque no se trata, propiamente, de autobiografía ni de memorias, pues no hay pacto de veracidad, aunque la mayor parte sea verídico.



Tampoco es autoficción, ni novela autobiográfica. Estamos ante unas peculiares memorias fragmentadas de Manuel Rivas en sus primeros veintitantos años, en las cuales el yo que recuerda experiencias y sentimientos personales no se centra en la construcción de un yo propio de la autobiografía, sino en la memoria literaturizada de ese yo en relación con los demás, sobre todo con sus padres y con su hermana María, fallecida prematuramente a causa de una grave enfermedad.



En 22 capítulos el yo memorialista va recordando y recreando sus vivencias, desde sus primeros años en el barrio coruñés de Monte Alto, vecino de la Torre de Hércules, y en el Castro de Elviña, en los arrabales de la ciudad, pasando por su Bachillerato en el Instituto de Monelos, hasta su llegada a Madrid para estudiar Periodismo, que ya venía ejercitando antes como meritorio y, a partir de ahora, como profesional. En este largo e intenso recorrido el yo rememorador (Manuel Rivas, aunque no se explicite), siguiendo una subjetiva cronología lineal, va recordando sucesivas etapas de su vida. Empieza por el triángulo geográfico de su infancia en Monte Alto (tan presente en su novela El lápiz del carpintero), formado por el mítico faro romano, la prisión provincial y el cementerio (marino) de San Amaro. A partir del capítulo 7 la memoria se desplaza a Castro de Elviña, adonde la familia se trasladó en 1963, espacio recordado como una aldea en las afueras de la ciudad.



Una Galicia rural y marinera pasa por el filtro del yo memorial, con sus creencias, supersticiones, leyendas y milagros, sus narraciones orales pobladas de lobos y otros animales (algunos muy presentes en la novela En salvaje compañía), sus historias de emigrantes, los maquis, los desgraciados paseos hacia la muerte… Esto último en boca de personas esforzadas en la diaria lucha por la vida y que suelen hablar sin hacerse notar es lo que se transmite por medio de "las voces bajas" del título, las de "la gente que decía lo que no se puede decir" (p 167) o la de la madre en aquellos monólogos en soledad que al futuro escritor le representan la boca de la literatura.



Tras aquellos años de aprendizaje del niño y joven que ya sabe que quiere ser escritor y hace periodismo porque los escritores que conocía eran o habían sido periodistas, en los últimos capítulos el yo memorial evoca sus primeros trabajos en Galicia. Y si en los años de formación recuerda con gratitud las clases de literatura recibidas de la poeta gallega Luz Pozo en el Instituto de Monelos, ahora el lector, conociendo el compromiso de Manuel Rivas como periodista y escritor, tendrá ocasión de comprender la dilogía entrevista por el hijo en aquel consejo de su madre, viendo al padre empapado por la lluvia: "Y tú, cuando crezcas, a ver si buscas un trabajo donde no te mojes" (p. 112).