David Monteagudo

Acantilado. Barcelona, 2012. 171 páginas. 17 euros

Arranca El edificio con una historia de fanta ficción y poderosa inventiva, "Informe sobre Aridia". En ella, la humanidad, censada en solo diez millones de individuos, se reduce a un Edificio, una mole cúbica de un kilómetro de lado, aspecto de torreón y asentada sobre centenares de ruedas. El destino de los aridianos, su entera vida, se cifra en mover esa espantosa construcción cada día de su existencia con pies y manos para intentar alcanzar los confines de la llanura en que habitan. Se trata de una inquietante parábola con la que David Monteagudo (Vivero, Lugo, 1962) propone una personal mirada sobre nuestro mundo llena de interrogantes y sospechas; un mundo que provoca mil incertidumbres en lo colectivo y en lo individual y se ofrece como la máscara de algo indefinido e inestable. De ahí, de esta impresión global, procede el sustrato de los 18 cuentos del libro, el cual, sin esa base común, quedaría reducido a simple rosario de historias inconexas. Porque ese tono de pura invención de la primera pieza no vuelve a repetirse en ninguna otra con tanta claridad. Incluso, alguna se decanta por un realismo casi costumbrista. Por ejemplo, "La carrera", historia de una competición urbana que refiere por boca de su propio protagonista la ansiedad de un destacado atleta por el desenlace de la prueba.



"La carrera" es una emotiva indagación interior centrada en la huella indeleble que deja en alguien un momento de plenitud existencial y se desarrolla en términos clásicos de realismo psicológico. Lo señalo como muestra del rasgo capital del libro, la auténtica ostentación de versatilidad del autor. Esta capacidad para cambiar de registros y de perspectivas produce algo de desconcierto. Oscilamos, en efecto, entre lo cotidiano verista aunque algo fantaseado (la fiesta que hacen los vecinos de una casa para celebrar la marcha de otros vecinos muy ruidosos) a la exploración onírica (el hombre que, en una de las mejores piezas, se sueña el duque de Mantua en la ópera Rigoletto). En un extremo encontramos las formas de la fantasía: la ideación kafkiana (la historia de una inquietante araña en el techo), la fábula de lo paranormal imposible de ser explicado por la ciencia, o la obsesión revulsiva que lleva al rechazo paranoico de algo tan inocente como un globo con forma de caballito. En el extremo contrario tenemos la literatura de observación, aplicada a las ansias de notoriedad de un "escritor en ciernes".



Si las anécdotas abarcan tan amplio espectro, lo mismo ocurre en los tonos y perspectivas. La parábola del primer cuento conviene a la mostración del absurdo de la vida. La tensión dramática al crecimiento de una torre humana en "El grito" o al desasosiego causado por un simple globo. El misterio a "La fiesta en la escalera" o "El punto luminoso". La parodia y la sátira, al petulante escritor en ciernes. La estampa rural a la historia del enorme semental de "El verraco". Monteagudo participa del gusto por contar anécdotas intensas encaminadas hacia un broche final. Pero, como dice por boca de un personaje, en la vida no existen historias cerradas. Así que casi todos los cuentos acaban con deliberada imprecisión. Al final, el autor enseña la vida como en un caleidoscopio y deja abierta su interpretación.