Sin duda, Prada se ha documentado escrupulosamente para reconstruir la intervención española en Rusia, sobre la cual hay múltiples testimonios de divisionarios (el capitán Palacios, Martínez Canales, Poquet Guardiola o Serafín Pardo, entre otros), y también de escritores como Tomás Salvador (División 250, 1953) o Carlos María Ydígoras (Algunos no hemos muerto, 1957). Pero lo que cuenta es la tensión dramática, la variedad en el relato que el autor imprime a su historia -sobre todo en los episodios del cautiverio en los pavorosos campos de internamiento soviéticos-, con abundantes lances y encauzada casi siempre de modo imprevisible. Junto a Expósito, cuya única acción positiva es la que provoca su fatídico destino, van creciendo otros tipos de bien perfilada personalidad que tendrán hasta el final importancia decisiva en su existencia, como el idealista Cifuentes, el íntegro Mendoza, el desertor Camacho o la compleja Nina. Ya de vuelta a Madrid, otros personajes se unirán a ese elenco que acompaña la turbia vida de Expósito: Consuelito -cuyo final, recargado por sus descripciones, tiene mucho de alegato antiabortista-, Paloma, Carmen y Becerra. El ritmo del relato mantiene al lector expectante, deseoso de conocer el desenlace de tantas y tan variadas peripecias. En este aspecto, Prada ha alcanzado una madurez narrativa superior a la de sus obras anteriores, donde a veces el escritor sobresalía por encima del novelista.
Pero no ha perdido un ápice de sus cualidades como prosista, de su afán por huir de la expresión tópica y manida, permaneciendo ajeno a las características del español ramplón, sensible a la cadencia de la frase. (Muchas de ellas, por su variedad léxica y su ritmo, podrían leerse provechosamente en voz alta, prueba irrefutable de su cuidadosa construcción). Algún reparo merece su apego a fórmulas que le parecen felices hallazgos y repite innecesariamente. Así, el mísero aposento de Expósito es siempre un "tabuco" -palabra repetida hasta la saciedad, que podría haber alternado con "cuchitril", "tugurio", "chamizo" o "chiribitil", por ejemplo- y tiene "una casa de lenocinio paredaña" (pp. 23, 29 y 32), lo que permite oír "las salacidades de arrieros y truhanes, las carcajadas podridas y los suspiros tísicos de las furcias" (p. 23, repetido a la letra en p. 32). La descripción de Nina "con un frenesí de bacante en pleno rapto dionisíaco, olvidada del hombre o monicaco que soportaba sus embates, como una mantis se olvida del macho que la fecunda, un instante antes de devorarlo" (p. 169), se reproduce literalmente en pp. 187 y 196.
Convendría haber eliminado estas reiteraciones, así como el énfasis de algunos parlamentos, y también reducir el uso excesivo del símil en muchos pasajes descriptivos (véanse las articulaciones mediante "como" en pp. 153-154, 166.167, 275, etc.), que en algún caso rozan la truculencia ("La nieve se posaba sobre la hulla como el viático sobre la lengua gangrenada de un agonizante", p. 207). Y ciertos giros y expresiones hoy de moda no existían en 1954 ("se tronchaba de la risa", p. 415; "ya te vale", p. 437; salvar mi culo", p. 493) o son rechazables ("ese hambre", p. 547). Excelente novela, muy recomendable.