Image: Victus. (Barcelona 1714)

Image: Victus. (Barcelona 1714)

Novela

Victus. (Barcelona 1714)

Albert Sánchez Piñol

23 noviembre, 2012 01:00

Albert Sánchez Piñol. Foto: Domènec Umbert

La Campana. Barcelona, 2012. 608 páginas. 24 euros

No es habitual que la primera edición de la novela se agote en un mes, como ha sucedido con ésta de Albert Sánchez Piñol (Barcelona, 1965). Las razones pueden ser varias: se trata de una novela histórica -modalidad con un gran número de lectores-, con muchos pasajes que pueden leerse como narración de aventuras, y ambientada, además, en la guerra de Sucesión -que desembocó en la implantación de la dinastía borbónica frente al pretendiente de los Austria-, donde la guerra de Cataluña y el asedio de Barcelona constituyen episodios fundamentales. El carácter histórico de la novela se respeta al recoger datos rigurosamente documentados, así como ilustraciones y planos de fortificaciones y ciudades que acreditan la fidelísima reconstrucción llevada a cabo por el autor.

Un simple vistazo al elenco de personajes revela que los históricos y reales son mucho más abundantes que los de ficción, algunos de los cuales, además, tienen actuaciones irrelevantes. Sí alcanza especial relieve la figura de Martí Zuviría, del que existen pocas noticias históricas pero al que Sánchez Piñol ha agrandado hasta hacerlo narrador y personaje principal de la novela. Algún entusiasta lector ha comparado Victus con Guerra y paz, hiperbólica aproximación que sólo sirve para desquiciar la realidad. Los ecos que despierta en muchos momentos la lectura de Victus son los de alguna serie de los Episodios Nacionales de Galdós, y la figura de Martí Zuviría, sobre todo en su etapa de formación, hace pensar en el Gabriel Araceli galdosisano. Aparte de Martí, el mayor relieve lo reciben personajes con existencia histórica que el autor se esfuerza por apear de su pedestal para escrutar sus rasgos más humanos: el ingeniero francés Vauban, experto en el diseño de fortificaciones y defensas militares, que transmite a Martí buena parte de sus conocimientos poliorcéticos; el duque de Berwick, que expugnó Barcelona en 1714; don Antonio de Villarroel, defensor de Barcelona en los momentos críticos, e incluso Esteve Ballester, el jefe de miqueletes que aquí crece muy por encima de los datos que de él se poseen.

El relato es la transcripción de sus memorias que un Martí dicta, cumplidos ya los noventa años, a una voluminosa austríaca que cuida de él en su vejez. Por eso contiene, de vez en cuando, formas apelativas dirigidas a los posibles lectores («fíjense ustedes», «les aseguro yo», «como les decía», etc.), además de ocasionales y feroces invectivas contra la improvisada secretaria, que se permite incluso rectificar u orientar determinados detalles. El punto de partida histórico es el que Martí refleja al dividir la antigua Hispania romana en tres franjas verticales: la primera es Portugal, "que ocupa el tercio atlántico de la Península. La franja más ancha es Castilla, en el centro. Y luego hay otra franja de terreno [...] que recorre la costa mediterránea. Eso es, más o menos, la corona catalana (o lo fue; ahora ya no somos nada)" (p. 123).

Cataluña y Castilla eran muy diferentes y "más o menos hacia 1450 los dos reinos se unieron por un matrimonio real" (p. 126), tan desigual que no podía acabar bien (otra calificación de Cataluña como "reino" en p. 258, y como "la nación catalana" en p. 317). El catedrático Bassons denuncia que "un pretendiente francés al trono español quiere arruinar y suprimir mil años de libertad catalana" (p. 527). Y Martí recuerda que, hacia 1705, los catalanes confiaban en que el archiduque Carlos se convertiría en "el rey de todas las Españas. Castilla, por fin, entendería que no era el amo del corral, y los catalanes harían de las Españas un reino confederado" (p. 347).

Por lo demás, Victus es una novela briosamente escrita, con episodios memorables en los que no se ahorran crudezas, acaso de una excesiva truculencia, como los referidos al asedio de Barcelona, y con un ritmo narrativo ágil y sin apenas remansos discursivos. No está libre de usos lingüísticos anacrónicos: ni "periscopio" (pp. 551, 591) ni "tronco" (p. 403) por ‘amigo' existían en el siglo XVIII. Y hay errores léxicos: "ascendente" (p. 321, por ‘ascendiente'), "coaligados" (pp. 13, 317). "volatizó" (p. 519, por ‘volatilizó'). Incluso ciertos errores graves: "dignarse a + infinitivo", pp. 24, 195, 372, 455, 586, etc.) o "bendecí" (p. 174, por ‘bendije').