Javier García Sánchez. Foto: Rudy
Ya anciano, Sebastien escribe sus recuerdos de tales sucesos con el propósito de enjuiciarlos. Mas no leemos sus memorias sino la crónica de las andanzas y conjeturas que refleja en ellas. Esta es una decisión formal muy discutible, pues habría sido mejor dar directamente el texto en lugar de divagar acerca de él. Quien expone los hechos es un narrador que controla toda la materia, la apostilla y la valora, se exalta aplaudiendo o denunciando, y al que, aunque no tenga nombre, identificamos con el propio García Sánchez (Barcelona, 1955). Al menos, la intención de ambos coincide y consiste en fabular el proceso general de la Revolución francesa con ambición totalizadora y perspectiva política. El título que se pone a este empeño, Robespierre, se queda corto porque casi tanto relieve como éste alcanza Saint-Just, y porque circunscribe a un solo personaje el protagonismo coral que sustenta la novela, la cual es una estampa amplia y vigorosa de toda una sociedad en el punto preciso del amanecer del mundo contemporáneo. Personajes históricos reales, gente de la calle, los principales hechos de aquellos años convulsos, pasiones y complots varios entran en el faraónico trabajo de García Sánchez, que unas veces se demora en musculosas descripciones mientras otras se decanta por un impresionismo poemático, o se inclina por la tensión dramática, o recala en el ensayismo historiográfico... y que casi siempre adopta una óptica analítica. Esa variedad de miradas se inserta en una composición "fugada", según el pertinente adjetivo del propio autor, en la que los asuntos salen en una y otra ocasión, se amplían y modifican, se relacionan con otros motivos y desfilan en un vertiginoso carrusel; un planteamiento exigente y peligroso porque, aunque ejecutado con magistral virtuosismo, produce reiteraciones cansinas.
La última perspectiva señalada -el punto de vista analítico- es la fundamental del libro, y la aportación importante de Robespierre al género de la novela histórica. El autor exhibe copiosos datos históricos y salpica el relato con citas de Robespierre y de varias fuentes más. Esta base documental la injerta en un artefacto narrativo que asienta un pie en una maciza fabulación novelesca y el otro en una dura exposición discursiva. García Sánchez no se concede ni la más mínima licencia en la sentimentalización de las emociones y arma un amazónico relato de ideas en el que juega con una prosa a propósito retórica y con cierto prurito por el léxico culto (plugo, clangor, pansido, destral, nequicia, febledad, bisunto, etc.) y el arcaísmo (habíalos, otrosí, etc.).
De todo ello sale una peculiar novela histórica de tesis. Se precisa que Robespierre no fue -tampoco Saint Just- el personaje sanguinario afincado en el imaginario popular. Es más: detestaba la violencia por la violencia y trató de controlar los excesos del Terror. Los jacobinos se vieron obligados a impulsar la represión sangrienta en defensa de la democracia. La victoria de la derecha impuso la imagen denigratoria de Robespierre para justificar que los de siempre volvieran a regir el mundo. Los hechos narrados, los cambios de chaqueta (muy subrayado el del pintor David, "ora jacobino, ora servidor de Napoleón. Su arte fue muy superior a su ética", se lee en el índice de personajes) y otras miserias corroboran la tesis. Pero el autor no se contenta con las evidencias sino que desvela sus cartas en un Post scriptum prolijo como el resto de esta desmesurada novela. "Quede esto claro : nunca quise hacer una novela neutral u objetiva, [...], sino más bien ‘fanática'".
Frente a quienes han mentido sobre el Terror para deslegitimar la Revolución, García Sánchez acumula explicaciones que justifican su dimensión social. A la manipulación de dos siglos de torticera historiografía conservadora, replica con una revisión de izquierdas. Al logro de la no disimulada finalidad propagandística de tan poderosa novela se opone, sin embargo, un serio obstáculo: aunque admira literariamente y por su coraje moral, le deja a uno exhausto.