335 pp., 19 euros. Ebook: 13'99 e.



Más liberado que en obras anteriores, como La novela de un novelista malaleche o El orden de la memoria, de la proximidad excesiva a ciertos modelos literarios, Salvador Gutiérrez Solís (Córdoba, 1968) trata en El escalador congelado de esbozar un retrato coral, una mirada desapasionada y analítica hacia un conjunto de personajes que rondan la cuarentena o acaban de sobrepasarla y comienzan a plantearse si existe mucha diferencia entre sus vidas y sus antiguas aspiraciones. Aunque inicialmente sólo algunos de estos personajes se conocen, una hábil composición va descubriendo nexos ocultos y enlaces que acaban por relacionarlos a todos, directa o indirectamente, de modo que su coincidencia en el marco narrativo acaba produciéndose también en el espacio de la historia. Sin llegar, en este sentido, a la complejidad constructiva de obras como La colmena, el escritor cordobés ha logrado proporcionar carácter unitario a un relato cuyo desarrollo, basado en el tratamiento aislado de los personajes en capítulos alternantes, planteaba ciertos riesgos. Por otra parte, Gutiérrez Solís ha procurado seleccionar unos tipos que, por sí mismos, ofrecían caracteres distintivos marcados -lo que, dicho sea de paso, facilita bastante las cosas-, como sucede con la transexual brasileña Luna, o con Amadeo, el exquisito cocinero cuya vida amorosa con una muchacha extranjera desemboca tempranamente en un final trágico. La mayor sutileza no se halla, pues, en el diseño de estos personajes, sino en el trazado de otros cuyo relieve externo, casi inexistente, permite al autor ahondar con finura en su interior.



Ana López, soltera y solitaria, que procura compensar sus ilusiones truncadas acudiendo a los recuerdos o al disfraz de Papá Noel durante las fiestas navideñas, destaca en el elenco de figuras femeninas, como también Susana, cuyo creciente distanciamiento del marido, unido a la frustración por no alcanzar la deseada maternidad, eran suficientes para explicar su reconcentrada amargura; no había necesidad de añadir el motivo temático del tumor cancerígeno para insuflar dramatismo al personaje. En este caso, como en los de Luna y Amadeo, el novelista peca tal vez por exceso.



En cuanto a los otros dos personajes masculinos, Mario y Jesús, su retrato es un poco más convencional, y no sé si muy convincente su costumbre de reunirse una vez por semana a cenar solos, dejando en casa a la familia, en busca de posibles encuentros ocasionales con otras mujeres solas. La insatisfacción es el denominador común de todos estos personajes, que, hostigados por la experiencia de la muerte, la enfermedad, las frustraciones o el desamor, descubren súbitamente ante ellos un horizonte brumoso e incierto a la vez que tratan de aferrarse artificialmente a una juventud que ha ido desvaneciéndose, materializada en fotografías, recuerdos melancólicos o discos que sólo reflejan el tiempo pasado. Cualquier intento de cambio se estanca y es inútil -de ahí la repetición, al final, de una escena anterior en que Jesús prepara la comida-, y sólo la decisión de Mario en el último momento, tras descubrir en su personalidad facetas insospechadas que desconocía, deja entrever una ruptura decidida y el comienzo de una vida diferente.



El escalador congelado es, a pesar de sus insuficiencias, una novela aceptable, interesante sobre todo como retrato de una generación -que es la del autor- y de unos personajes en que muchos lectores coetáneos podrán reconocerse fácilmente. Está escrita, por lo general, con loable corrección, aun con ciertos errores en la selección léxica ("maestría cirujana" [p. 32] por ‘quirúrgica'; "disciplinariamente" [p. 129] por ‘disciplinadamente') y por el acatamiento de algunas modas enfáticas también generacionales: "la práctica totalidad de las carnes" (p. 238) frente a ‘casi todas las carnes', que es el giro español.