Dolores Redondo. Foto: Alfredo Tudela
Pues bien, en esta estela debe situarse la novela de Dolores Redondo (San Sebastián, 1969). Es una novela negra fiel a las reglas elementales del género: hay asesinatos violentos, detectives, y la indispensable mirada moral hacia el mundo, contrapuesta a la inmoralidad absoluta del criminal. Pero hay también un poderoso personaje femenino principal asumiendo el papel del héroe clásico: la inspectora Amaia Salazar. Será ella la encargada de investigar una serie de crímenes cometidos en el bosque de Elizondo. Las víctimas son niñas y el asesino sigue un extraño ritual místico con los cuerpos.
El debate entre lo masculino y lo femenino es constante en la trama: de hecho, la propia protagonista es consciente de tener mucho que demostrar sólo por ser mujer en un entorno masculino. Las víctimas son mujeres y algunas de las sospechosas también. El desarrollo es ágil y creíble, y alterna la investigación con elementos propios de otros géneros, desde la literatura popular a la trama intimista. Por otro, la investigación fuerza a la inspectora a regresar al pueblo donde nació y a enfrentarse a los fantasmas de su pasado: la madre que no la quiso, la hermana autoritaria, el negocio familiar que no quiso continuar... todo sostenido sobre la solidez de los personajes. La novela, en esta parte de la trama, se convierte en una reflexión sobre la capacidad de elegir el propio destino y sus consecuencias.
Redondo ha construido una trama compleja, admirable, entretejiendo tres tradiciones literarias que a priori nada tienen en común y dotando al conjunto de alicientes suficientes para los lectores de novela negra y también para quienes aborrecen el género.
Su historia viene a demostrar aquello tan manido, que pocas veces puede pregonarse con tanta rotundidad: no importa a qué género, temática o corriente pueda adscribirse una determinada obra, porque al cabo sólo existe buena o mala literatura. Y esta es de la buena.