Ana Bolena, retrato de autor desconocido de hacia 1570

Traducción de J. M. Álvarez Flórez. Destino. Barcelona, 2013. 496 páginas. 20,90 €. Ebook: 10,99 €

Hilary Mantel (Glossop, Derbyshire, Inglaterra,1952) pertenece, más o menos, a la misma generación que sus compatriotas Martin Amis, Julian Barnes y Ian McEwan, y está exactamente a su misma altura. Pero hasta que En la corte del lobo, su novela histórica sobre el reinado de Enrique VIII, ganó el premio Man Booker en 2009, en Gran Bretaña se la conocía mucho menos. Puede que haya razones no literarias para esto: Mantel, que ha tenido una salud frágil durante gran parte de su vida, no vive en Londres, no tiene acento pijo, no viaja mucho y no aparece habitualmente en las tertulias de televisión. Pero puede que otra razón por la que no se la conoce más sea que es una novelista difícil de conocer, o al menos de categorizar: siempre se está reinventando a sí misma.



Su nuevo libro, Una reina en el estrado, es una de las poquísimas novelas de Mantel que se parece en algo a cualquiera de las demás. Fue además la novela del pasado año en Estados Unidos, al llevarse el muy prestigioso Man Booker Prize, nada menos que el segundo que se otorgaba a su autora, hecho inédito en la historia de un galardón legendario.



Mantel había escrito anteriormente dos novelas históricas - A Place of Greater Safety, sobre la revolución francesa, y The Giant O'Brien, sobre un irlandés del siglo XVIII que se convierte en una curiosidad científica; pero también un par de lo que podrían denominarse novelas de suspense políticas, ambientadas en Arabia Saudí y en el sur de África; un par de novelas negras sobre una mujer llamada Muriel Axon, una asesina psicópata; y dos libros que dejan entrever de diferentes maneras la influencia de Muriel Spark: Fludd (1989), sobre una parroquia católica romana cuyo nuevo vicario es el diablo disfrazado, y An experiment in love (1995), una especie de homenaje a Las señoritas de escasos medios, de Muriel Spark. Beyond black (2005), la última novela de Mantel antes de que empezara la serie de los Tudor, también recordaba a Spark con su descripción surrealista de un personaje que se gana la vida convocando a los espíritus de los muertos, pero tenía una amplitud, una calidez y una generosidad muy poco de Spark, y su estilo a su vez no podía parecerse menos al brillante realismo histórico de En la corte del lobo.



Mantel no tiene un conjunto coherente o fácilmente identificable de preocupaciones novelísticas, como no sea la persistencia del diablo en un mundo que no siempre lo reconoce, ni ninguna bolsa de recursos con trucos estilísticos. No hay nada que podamos considerar la frase característica de Mantel. Esta calidad resbaladiza, proteica, casi da miedo a veces, como si, al igual que Alison Hart, la protagonista de Beyond Black, poseyera poderes no del todo naturales. Pero, de modo tranquilizador, Una reina en el estrado continúa exactamente donde lo deja En la corte del lobo: su gran magia reside en hacer que la trillada historia de Enrique y sus muchas mujeres parezca fascinante y llena de suspense una vez más. Cuando el libro se inicia, en el otoño de 1535, Enrique VIII, que empieza a cansarse de Ana Bolena, que no ha conseguido darle un heredero varón, ya le ha echado el ojo a la tímida, y lisa como una tabla, Jane Seymour, en la que ni siquiera su familia tiene el más mínimo interés hasta que ve las ventajas de estar emparentados con la reina. (El nuevo libro incluso ayuda a explicar el título del viejo: "la corte del lobo", que no es una mala descripción de dondequiera que se encuentre Enrique, y es también el nombre de la residencia de la familia Seymour, a la que él y la historia se han estado encaminando inexorablemente).



El agente del rey para deshacerse de Ana, del mismo modo que se deshizo de Catalina, la primera esposa de Enrique (o no esposa, dependiendo de la posición teológica de uno), es su primer ministro, Thomas Cromwell, una de las creaciones más originales de Mantel. En la mayoría de los relatos sobre la historia de Enrique -la obra de Robert Bolt, Un hombre para todas las estaciones, por ejemplo, y la serie Los Tudor- Cromwell es una figura diabólica, el opuesto del santificado Tomás Moro, cuya ejecución supervisa. En la versión de Mantel, Moro no es ningún santo, del mismo modo que, casi con toda certeza, no lo fue en la vida real: es escrupulosamente piadoso, arrogante y extrañamente aficionado a torturar herejes. Su Cromwell, a través de cuyos ojos y dentro de cuya cabeza se desarrolla la historia, tampoco es un santo, pero insospechadamente produce la sensación de ser amable, inteligente, humano, decente (la mayoría de las veces) e inmensamente capaz. Su dominio del detalle, su manía de calcular el coste de todo, nos recuerda al siguiente gran burócrata de Inglaterra, Samuel Pepys, el diarista y administrador naval, cuya pasión por el bricolaje Mantel posiblemente haya tomado también prestada para Cromwell. Cromwell no es un fanático de la religión -acepta el protestantismo no por razones doctrinales sino porque es más ventajoso para la corona desde un punto de vista económico y también más democrático- y tampoco es un sentimental. Su mayor talento es la habilidad para leer a los hombres y especialmente lo que él denomina "El libro llamado Enrique: los muchos estados de ánimo y cambios de opinión del rey". Una reina en el estrado es en muchos sentidos un estudio del poder y la influencia, de cómo adquirirlos y cómo usarlos, y nos hace caer en la cuenta de que servir en la corte de un monarca caprichoso no es muy diferente a abrirse camino a través del laberinto empresarial, excepto que hoy en día tu amo solo puede despedirte, no enviarte a la Torre.



El nuevo libro es más corto y tenso que su predecesor, y superior en al menos un aspecto estilístico. En la corte del lobo se contaba tan estrictamente desde el punto de vista de Cromwell que en una sola frase el pronombre "él" podía referirse a más de una persona. En los casos necesarios, Una reina en el estrado hace un útil uso de la locución "él, Cromwell", disipando así un montón de confusión sintáctica. Pero, inevitablemente, el segundo libro es menos sorprendente: sabemos adónde va a parar todo esto. (En algunas entrevistas Mantel ha prometido un tercer volumen, que presumiblemente concluirá con la muerte de Cromwell en 1540, cuando Enrique, después de recompensarle con un ducado, lo fulmina casi en el mismo momento). Y en este volumen, Cromwell cae un poco en la estima del lector. Es tan genial y afectuoso como siempre, pero su implacable persecución a lo McCarthy de Ana, enfrentando a un testigo con otro, sucede tan rápidamente que horripila. Hilary Mantel nunca responde a la persistente pregunta histórica de si Ana le fue verdaderamente infiel al rey (con su propio hermano, entre muchos otros, según rumores), pero en cambio nos deja con la formulación espantosamente pragmática de Cromwell: el rey necesita hombres que son culpables, así que ha encontrado a algunos que deben de ser culpables de algo, aunque no sea de aquello de lo que se les acusa.



La escena de la ejecución es desgarradora, independientemente de lo que uno piense de Ana, y así es como termina su vida: "Hay un gemido, un solo sonido de toda la muchedumbre. Luego un silencio, y en ese silencio, un suspiro profundo o un ruido como un silbido a través de una cerradura: el cuerpo se desangra, y su pequeña presencia lisa se convierte en un charco de crúor". Aquí, como en otras partes, el verdadero triunfo de Mantel es su lenguaje narrativo. No es el rancio inglés antiguo de tantas obras de ficción históricas, pero tampoco es contemporáneo del todo. El verbo de raíz latina exsanguinate (desangrarse) es un toque perfecto del siglo XVI, como también lo es ese gore (o crúor, forma poética para referirse a sangre) anglosajón. En algunos de sus libros, Mantel es bastante escabrosa en sus descripciones de la Inglaterra actual, su chabacanería y cursilería y su debilidad por el cliché y los eufemismos embellecedores. Una reina en el estrado no es exactamente nostálgica, pero sí astringente y purificadora, y despega las telarañas y el barniz de la historia, las anticuadas formulaciones y el exagerado sentimentalismo de las novelas de época, de tal modo que el pasado inglés llega a parecernos algo vivido, extraño y totalmente nuevo.



© NEW YORK TIMES BOOK REVIEW