Ramiro Pinilla. Foto: Justy García Koch
Aunque los modelos más evidentes y confesados una y otra vez son Hammett y Chandler, El cementerio vacío -al igual que la novela anterior- se distancia de ellos recalcando los ingredientes humorísticos y hasta extravagantes del relato. Durante la indagación, Bordaberri "se viste" de detective y aísla con un biombo una parte de la librería convirtiéndola en su despacho particular. También la joven Koldobike, su ayudante y empleada de la librería, se convierte en rubia y adopta otra vestimenta para la ocasión. La disociación del librero-detective impide saber si los pensamientos del narrador, una vez comenzada la investigación, son de uno u otro de los personajes. Por si esto fuera poco, Bordaberri, que tiene mucho del autor, anota en la memoria cada detalle y cada suceso para trasladarlos fielmente a la novela que sobre el asunto comienza a componer mentalmente, convencido como está de que sólo puede tener éxito el relato que no se despegue lo más mínimo de la realidad. Vemos, pues, ir formándose la novela al mismo tiempo que se desarrollan los hechos, lo que añade curiosos matices metaliterarios a la narración, con diversas referencias al autor y a sus obras.
Lo que hay de juego en esta actitud destaca más que la intriga propiamente dicha, centrada en el asesinato de Anari, una bella muchacha de dieciocho años vecina de Getxo. Como la historia se desarrolla en la España sombría de 1947, se produce la llamativa circunstancia de que al día siguiente del asesinato de Anari llega la noticia del fusilamiento de su hermano Toribio, que permanecía en la cárcel a raíz de la guerra civil, de modo que el velatorio de ambos hermanos se celebrará conjuntamente en el caserío familiar. Este hecho introduce en la historia elementos que nada tienen que ver con la intriga criminal y sí con el panorama de sangrientas y tardías represalias de la dictadura franquista, con el temor y la rabia contenida de una colectividad vigilada constantemente por guardias, delatores y falangistas armados, y también con el recelo ante los "maketos", vistos como afines al poder opresor y destructores de antiguas creencias y formas de vida. Este fresco de personajes, todos ellos perfilados con tanta eficacia como economía de medios, deja también la intriga en un segundo plano, aunque los pasos en pos de su resolución están impecablemente detallados, de acuerdo con las normas del género. Entre las dramatis personae destaca la familia de Anari, claro está, o su amiga Lucía, así como el turbio coadjutor Ignacio Artigas o el policía Cayo Fernández, empeñado, a pesar de todas las reticencias, en averiguar la verdad. No hay que insistir en que Pinilla es un narrador con mundo propio y con poco que aprender, de modo que, aun siendo El cementerio vacío una novela menor, es una excelente novela, donde sólo cabe señalar algunos anacronismos. Es imposible que en 1947 un falangista fume un cigarrillo de Celtas (p. 172), porque esta marca no apareció hasta 1957. Cayo Fernández aparece con una corbata roja (p. 69), algo harto improbable en 1947, y más en un policía. Y la tosca expresión ponderativa "lo hizo de puta madre" (p. 50) no había brotado aún entre nosotros.