David Vann. Foto: Quique García
Esperaba Tierra con ilusión. La novela se anunciaba como un cambio de tercio, pasando del paisaje de Alaska, dominado por la inclemencia del frío y la dureza del medio marino, al de California, retratada como una tierra seca y devastadoramente cálida. Vann, insisto, es un escritor de verdad a la caza de sus propios temas: la familia como un leviatán cruel; las relaciones paterno-filiales como una condena que recae sobre ambas partes, pero que sobre todo inhabilita la libertad de los herederos; el medio natural como una segunda piel de sus personajes. Y su estilo, aunque busque perfeccionarse con instinto omnívoro, siempre se labra con las mismas herramientas: morosidad rota por estallidos de crudeza, penetración psicológica que alterna ambigüedad y desquiciamiento, brevedad tajante de frase y párrafo, y una casi crueldad hacia el lector, que asiste desconcertado a un baile fatalista.
Tierra no es una excepción aunque la dialéctica cambie, porque la relación padre-hijo desarrollada en Sukkvan Island o la de madre-hija que estaba en el centro de la más coral Caribou Island, dan paso a un duelo entre madre e hijo en la que nos ocupa. De la mano de este desplazamiento, se incorporan también una resolución tan brutal como siempre aunque de distinto orden y una metáfora también distinta, la de la tierra que uno puede cavar, arrojar a paladas o masticar, frente al mar glacial de la remota Alaska. E incluso así, todo en Vann tiende a converger: el protagonista avanza por una "jungla" y eso "era como adentrarse en un mar vegetal, un mar somero y seco, implacable, escozor en los ojos, sabor a sal".
El narrador de Tierra es un adolescente llamado Galen, la cabeza repleta de morralla espiritualista muy californiana. Para entender a Galen hay que observar a su madre, entregada a una tremenda e inútil lucha contra la realidad. Danzando alrededor de estos dos personajes, hay una prima descarada y obscena, una tía desquiciada y una abuela perdiendo la memoria. Esta es, de hecho, una familia con mucho que olvidar, todos ellos decididos a acometer ese olvido o a perturbarlo sólo con versiones enajenadas de la verdad. Así, Tierra avanza sin rumbo fijo, mostrando una rutina disfuncional y enervante, pero emitiendo señales claras de tragedia. Y de pronto, a la mitad del libro se da un vuelco que nos violenta definitivamente.
Tengo un doble veredicto sobre Tierra. Si hablo de mi propia experiencia, diré que el libro no logra herirme. Hay razones: creo detectar en Vann una tendencia al subrayado, la reiteración y la obviedad que hace descarrilar mi lectura a menudo. Pero también es cierto que el último tercio de la novela es un salto mortal atrevido, una danza primigenia que bordea el ridículo constantemente sin caer nunca en él, que va acumulando significados trascendentes y la parodia de esos significados, y que deja algunos fragmentos lúcidos, como el de esos dedos apartando tierra "a través del tiempo". Así que mi segundo veredicto, quizás más relevante, es que la obra merece respeto. Vann ha salido a la caza de bestias muy peligrosas para volver vivo. Sólo pido que no exageremos.