Miguel Espigado

Lengua de Trapo. Madrid, 2013. 204 páginas, 17'50 euros

Ésta es la segunda novela de Miguel Espigado (Salamanca, 1981) y, como su título puede ya sugerir, está escrita con un propósito paródico y satírico. Se trata de poner en solfa una ciudad -llamada, de manera transparente, Helmantic City- y una sociedad dominada por jerarcas de industrias cárnicas y políticos que se eternizan en sus puestos, y obsesionada, además, por el progreso basado en el turismo y la propaganda. Un par de líneas temáticas -el rodaje de un documental sobre la ciudad, por una parte, y las añagazas para fingir una quiebra en los negocios y llevar el dinero fuera de España, por otra- daban motivo suficiente para plantear el gran fresco satírico de una sociedad que ofrece luces y sombras, cuyo envejecimiento demográfico contrasta con la presencia de una población estudiantil amplia y fácil de manipular. Pero la novela de Espigado no cumple con estas expectativas. La caricatura y el humor no consisten, por ejemplo, en sustituir sin más la palabra "cristiano" por "bryano" -que invita a evocar La vida de Brian, la jocosa e irreverente creación de los Monty Python- y escribir, en consecuencia, "países bryanos", "bryangelio", "bryandad" y otras formaciones de análogo jaez.



Tampoco resulta excesivamente ingenioso aludir a personajes tras los cuales puede entreverse la referencia a personas reales de la sociedad actual, como el "gobernador" (léase alcalde) antiguo, que al fin cesa tras muchos años de mandato, y el nuevo que le sucede en el cargo. El problema esencial de La ciudad y los cerdos es que resulta muy difícil ir completando con la lectura los abundantes huecos del texto, que ofrece demasiadas escenas sin función alguna en el conjunto, y bosqueja personajes como Lolita, Jaime, Li Fo, Enric, e incluso el propio Quinto Martín, desdibujados, sin contextura suficiente para identificarlos, sin llegar a ser casi más que nombres. Como en su novela anterior,Espigado ofrece estampas sueltas -alguna brillante, como la tumultuosa y colorista manifestación del final-, pero con demasiados flecos sueltos y sin el hilván suficiente que les proporcione unidad y un sentido superior.



En la novela de Espigado cuenta más lo que podía haber sido que lo que finalmente es. Porque, en efecto, algunos motivos temáticos que se insinúan podrían haber ocupado un lugar decisivo en la historia: la religiosidad rutinaria o de conveniencia, el desvío de capitales mediante las fundaciones, ciertas apetencias demasiado terrenas de la Iglesia, la manipulación de la juventud y el falseamiento de sus impulsos más nobles en beneficio de intereses publicitarios, es decir, comerciales. Pero nada de esto aparece con claridad, nada recibe el tratamiento adecuado ni el desarrollo homogéneo que hubiese requerido el hecho de conjugar varias líneas argumentales.



Si el autor continúa empeñado, como en su novela anterior, en yuxtaponer escenas sueltas o citas caprichosas -como las que se insertan del texto sobre las Batuecas-, ignorando que lo que sucede en cualquiera de esos pasajes tiene que estar necesaria e inequívocamente relacionado con las demás situaciones, y que no puede haber diálogos -a menudo tediosos- o actuaciones de carácter gratuito, sin engarce con el resto, malgastará sus buenas ideas y su evidente capacidad para relatar escenas como la de la manifestación que cierra la historia. Y Espigado debe aspirar a componer un cuadro unitario, no tan sólo unas pinceladas brillantes en un ángulo del lienzo. La escritura del autor es mucho más cuidada que en El cielo de Pekín -buen síntoma-, aunque llamar "grises" a los policías antidisturbios que intervienen en una acción situada en 2011 sea un flagrante anacronismo.