Arno Surminski. Foto: Bernardo Rodríguez

Traducción de M. D. Ábalos. Salamandra, 2013. 192 pp. 14 e.



¿Es posible que una cigüeña blanca se pose en la chimenea de Auschwitz, añadiendo una nota de esperanza a un paisaje de muerte, humillación y desamparo? ¿Se puede estudiar la vida de los pájaros en un lugar concebido para aniquilar al otro, al extranjero, al paria, al diferente? Arno Surminski (Prusia Oriental, 1934) ha alumbrado una historia insólita sobre la Shoah, donde un deportado polaco y un centinela de las SS se embarcan en un trabajo ornitológico sobre la región de Oswiecim y el pueblo de Birkenau. Oswiecim es el nombre original de Auschwitz y, aunque el antisemitismo y los pogromos eran moneda común en Polonia, nada presagiaba que en sus tierras se consumaría la mayor matanza de la historia reciente, recurriendo a procedimientos industriales que mostraban el lado más sombrío del progreso científico y tecnológico. Marek Rogalski es un joven universitario polaco que captura la belleza de los pájaros con sus lápices. Desconoce el motivo exacto de su deportación, pues no es judío ni comunista. Hans Grote ya ha superado los treinta años y se alistó en las SS para aprovechar las ventajas del uniforme. Sueña con instalarse en Viena y obtener una cátedra de biología. Sus conocimientos del mundo de las aves son notables, pero necesita a un dibujante y a un taxidermista. El azar reunirá los destinos de ambos personajes para convertirlos en una extraña pareja que recorre las riberas del Vístula y bordea el Río Sola, estudiando las costumbres de grajos, frailecillos, cornejas, golondrinas, mirlos o estorninos.



No surge la amistad, pero sí cierta proximidad que difumina la anomalía establecida por la distopía nazi, dividiendo la humanidad en seres humanos con derechos e individuos condenados a la extinción. La horca portátil de Auschwitz es un recordatorio permanente de esa abominable filosofía. Marek no es Zoran Music, el gran artista esloveno que realizó dibujos clandestinos en Dachau, pero no resiste la tentación de dibujar el macabro patíbulo. Sin embargo, carece de conciencia política y su obra sólo es el producto de una exacerbada sensibilidad estética. Grote es un mediocre y un arribista que repite las consignas de Hitler: "Lo que la naturaleza nos ofrece no es una opereta romántica, sino la lucha por la existencia". El alemán busca el bosque porque es profundo y esencial. Los pueblos inferiores se adormecen bajo el sol porque carecen de grandeza y ambición. Surminski introduce en la novela a Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, y menciona la primera experiencia con el Zyklon B. 600 prisioneros soviéticos fueron asesinados el 3 de septiembre de 1941 con el tristemente célebre insecticida, compuesto por ácido prúsico y un estabilizador. El horror que acontece entre las alambradas no impide que los mirlos, los gorriones, los petirrojos y otras especies sobrevuelen o se posen en el campo de exterminio. "En el centro del tifón reina la calma", reflexiona Marek. Grote y sus compañeros de las SS no experimentan remordimientos por sus crímenes. El bíblico "No matarás" "no puede aplicarse a extranjeros y enemigos".



Finaliza la guerra y, lejos de restablecerse la justicia, la mayoría de los criminales disfrutan de una vergonzosa impunidad. Los pájaros de Auschwitz es una novela menor que aborda con una prosa funcional una tragedia mil veces contada. En nuestros días, Auschwitz ocupa el centro del discurso político y moral, pero se tiende a absolver el bombardeo de Hiroshima, Bagdad o las aldeas vietnamitas. Surminski se desliza por la superficie de la Shoah, suscribiendo todos los tópicos en circulación, pero sin arriesgarse a formular juicios tan contundentes como los de Jean Améry o Kertész, que atribuyen una victoria póstuma a Hitler, después de examinar los genocidios de las últimas décadas. Los pájaros de Auschwitz es una ficción amena y ligera, pero carece del aliento de las grandes obras. Tal vez la causa última deba buscarse en que el relato de la Shoah es el doloroso privilegio de los supervivientes. O quizás habría que llegar más lejos y apuntar que sin la perspectiva del musulmán, resulta imposible atisbar el núcleo de un crimen que desborda los recursos del lenguaje y la razón.